condensación abismal del presente entre paños de ficción e hipnóticas quimeras
Llevo varias noches durmiendo con la luz encendida. He evitado la cuarta taza de café, he leído hasta que me pesan los párpados, pero cuando pongo la cabeza sobre la almohada siento su abrazo frío por la espalda.
No le basta acompañarme el día entero, recibir mi saludo matutino: tres segundos de inmovilidad casi total antes de respirar profundo y abrir la puerta que da a la calle: allí donde su aliento agitado en mi cuello hace que apresure el paso, desconfíe de las miradas fijas, las frases amables, los llamados de ayuda.
Cuando no logro distraerme lo veo subir a los autobuses, he llegado a conocerlo bien. Varias veces lo he sorprendido observándome desde los ojos de la gente y es entonces cuando el choque de miradas lo multiplica ―como si se viera acorralado entre espejos― y no importa si hay frío o calor, la piel se humedece, el aire no alcanza.
Si fuera mi ángel guardián tendría la certeza de que no me abandona. Su presencia se alarga retrospectivamente hasta un punto que no logro precisar, desde donde ha ido tomando varias formas, en la oscuridad de un pasillo o de las salas de cine, entre las sombras que se movían por la bodega improvisada en la terraza del vecino, en el silencio de la casa sola, en el aleteo de las mariposas nocturnas del otro lado de la ventana o los gritos del aquelarre gatuno en los tejados.
A veces dudo que sea el mismo. Especialmente cuando me pesa, me paraliza, y mi imagen se convierte en la repetición de un estado colectivo; o cuando lo siento debilitarme como una enfermedad contagiosa recogida en cualquier calle, en cualquier cama.
A veces dudo que sea ajeno, hoy, por ejemplo, luego de verlo con su cara roja, desfigurada y las manos vacías aferrándose a su pelo, allí, frente a mí, del otro lado del espejo.
Afuera
Un naipe tirado, una moneda, un tenedor de metal, un botón, cuatro crayones de colores, la calle larga, gris, mi uña rayando la pared. Llego a la esquina, el semáforo en rojo, los autos gruñen, los rostros de tedio, la mujer que vende objetos en esa cuadra sopla y lanza burbujas nacaradas que el viento caliente del medio día levanta, arrastra en medio de los carros, revienta. El semáforo da verde. Los autos reanudan la marcha en medio de una atmósfera llena de pompas de jabón. Dan ganas de aplaudir.
Un papel doblado cuidadosamente en cuatro, el reflejo de los árboles en el charco que se hace junto a la banqueta, la punta de mi zapato derecho, izquierdo, derecho, izquierdo, un clip, una leve lluvia morada de flores de Jacaranda, la raíz del árbol levantando la banqueta, un tropezón, volteo para ver a los espectadores que seguramente estarán sonriendo: detrás de mí camina un ciego. Al lado, mi reflejo multiplicado en las ventanillas de los autos aparcados. Arriba, un gato me observa, indiferente, desde el filo de la pared. Pienso en la belleza del instante y me avergüenzo: un hombre revisa minuciosamente la basura que se rebalsa en el bote de la otra esquina.
Corro y alcanzo el autobús. La calle se convierte en una diapositiva de colores sucios, del tamaño de la ventanilla. Una mariposa blanca lucha contra la corriente de aire que crea el tráfico, un borracho intenta levantar su bicicleta, un perro caga sin pudor, un niño levanta sus manos y grita adiós desde el umbral de su puerta, una mujer llora en el teléfono público, y Ronald McDonald patea piedrecitas mientras espera el autobús. El sol golpea la ventana y me devuelve mi reflejo. Desciendo. Frente a mí, pasa caminando, sin mirarme, un niño idéntico al hijo que quizá nunca tendré. Me detengo, lo sigo con la vista hasta que dobla la esquina. El aire arrastra por el suelo un puño de hilos de colores, la hoja de un periódico. Esquivo a otros transeúntes, siento sus olores, colecciono las palabras sueltas que van dejando en el aire, busco mis llaves, y cuando levanto la vista reparo que el hombre que se acerca no deja de mirarme, el espacio es reducido, su mano derecha se dirige rápidamente hacia su costado izquierdo, mi corazón golpea fuerte, el encuentro es inevitable, saca un objeto negro, extiende la mano, respiro profundo, y en el momento que pasa a mi lado, dice: ¿aló?… apresuro el paso… la calle es un interludio fascinante cuando se abren los ojos… cierro la puerta.
Déjà vu
La mujer emergió por partes a medida que subía la escalera. La espalda encorvada, la mirada baja, un conteo mental inútil ―treinta y dos escalones― hasta la puerta de entrada. Las campanas de la iglesia cercana dieron las seis a medida que revolvía violentamente los objetos de su bolsa en busca de la llave. Paciencia, pensó, y un leve calor empezó a subirle por las mejillas. Se detuvo, tomó aliento y volvió a empezar. Abrió. Tiró la bolsa, recorrió el lugar a oscuras y echó una rápida mirada retrospectiva a la enfermiza similitud de los días: el despertador a las cinco y la noche insuficiente, el baño y los bichos de la madrugada revoloteando en la bombilla, la cama revuelta, vacía, tentadora, el desayuno en silencio, la despedida frente al espejo, la calle congestionada, el hombre que camina mientras lee el periódico, las rutas por demás conocidas, el miedo, los deseos, los reproches, el cansancio de las reincidencias, el retorno, la espalda encorvada, la mirada baja, el conteo mental inútil… Déjà vu pensó, y se abandonó al cauce que llevaban los días para finalizar, como siempre, el ritual cotidiano.
Se movió entre la oscuridad, buscó el interruptor. Su mano vaciló, arriba, abajo, tocó la mitad, acertó: nada sucedió: oscuridad. El reloj despertador titilaba hasta el momento en que lo consultó: 6:15, se apagó. La rutina se vio repentinamente truncada. Se asomó a la ventana, el edificio parecía desierto. Consultó el teléfono que cargaba en su bolsillo: 6:17: Marcó el primer número que se le ocurrió: este número de buzón no existe… hasta luego… Repitió la operación con más detenimiento: este número de buzón no existe. Pensó un momento y se sentó, resignada, cerró los ojos y en un instante de lucidez empezó a entenderlo todo, el fin: el demente que la soñaba despertó.
1978, narrativa, Quetzaltenango, Xelajú
14 de febrero de 2008
Vania te felicito!.
Me tuviste al pie del cañon con tus cuentos, principalmente el segundo me transportó a un “Déjà Vu”.
Exelente.
26 de febrero de 2008
Hay que recordar este nombre, Vania Vargas. Me gustaron todos. Y lo mejor de todo es que quedé con ganas de más.
Saludos y gracias.
03 de junio de 2008
El final del cuento “Deja vu” es realmente impredecible. Como dice la filistea, Vania logra mantener el suspenso.