desde un columpio de aventuras, Petoulqui dilata la matriz de la metaliteratura y otorga
DÓNDE, ¿DÓNDE HABRÉ DEJADO EL FUEGO?
Hefaistos amaneció…
Amaneció de cruda…
De caña…
De goma…
…
Entonces,
Hefaistos amaneció de caña…
Ah, pero se me olvidaba,
El cuento no comienza así en mi esquema mental.
No.
El Cuento comienza así:
“Dónde, ¿dónde habré dejado el fuego?”
No, no, no…
El Cuento no comienza así, el Cuento termina así…
Pero, negociemos…
El hecho de que comience así y termine así, es a mi… nuestro parecer, algo fundamental.
…
“Dónde, ¿dónde habré dejado el fuego?
…
“Dónde, ¿dónde habré dejado el fuego?
…
Aquí podría dejar, digamos abortar, mi narración.
Pero, yo no soy de los que abortan.
Así que veamos cuál es el Nudo.
…
Hefaistos amaneció de caña, principalmente debido a las fiestas dionisíacas; había sido una noche embriagante.
¿Qué le queda por hacer a un dios, quien trabaja incansablemente? Qué le queda sino buscar un sano esparcimiento; un esparcimiento, en fin.
No es que Hefaistos tuviera muchas opciones. El único amor de su vida, de su existencia inmortal, era su trabajo. En él, en su labor, ponía todo su ser. Era lo que le interesaba primordialmente, siempre que podía indagaba sobre los misterios de la metalurgia, sobre el misterio del fuego.
No.
Del Fuego.
Él era el dios del Fuego. Sin embargo, el Fuego era un misterio aún para él, porque él no lo había creado, ni mucho menos inventado, ni siquiera podía atribuirse su descubrimiento. No, el Fuego existió antes que Hefaistos, pero nunca fue el Fuego tan grandioso como cuando el dios volcánico lo tocó por vez primera, como cuando el Fuego lo incendió por vez primera y el dios lo maleó a su antojo.
Mas, aún teniendo una relación tan estrecha con el Fuego, aún sentía que tenía secretos para él. Y esos secretos le fascinaban, pero a veces también lo desesperaban.
¿Cómo él, que conocía tan bien al Fuego, a veces sentía que era la primera vez que lo inflamaba?
Cuando esto le pasaba se descubría indefenso y vulnerable, y eso le gustaba, aún cuando no lo reconociera más que en privado; pero también lo perturbaba, lo horrorizaba.
El día anterior había trabajado como nunca, lo cual le satisfizo, pero también lo agotó. Podemos decir que literal y figurativamente se quemó. Sentía sed como nunca antes la había sentido.
Salió de su taller y vio a Dionisos, quien le ofreció una copa de vino. Sediento, la empinó de un sorbo y pidió una más. Solícito, Dionisos, con la generosidad de quien tiene una fortuna inagotable, se la sirvió.
Al principio, Hefaistos solamente sintió alegría. Pero, luego de un rato, su atención se dirigió hacia el Fuego.
Era como si no pudiera pensar en otra cosa, o en otro “ser”. Nunca lo había visto así, pero, “¿Era el Fuego un ser?”.
Pensó en lo importante que era para él el Fuego, recordó sus momentos de mayor satisfacción. Nunca había amado tanto a nada ni nadie, ni siquiera a su querida Afrodita, quien le causara tantos dolores de cabeza. Nunca había temido tanto perder algo como temía perder al Fuego, ni siquiera su vida, su existencia (la cual, a fin de cuentas, no estaba condicionada puesto que era inmortal).
Ver esta idea de frente, como nunca antes lo hiciera, lo conmocionó.
Se preguntó por primera vez, “¿Qué haría yo sin el Fuego?”.
En su desesperación, ya no bebía por sed; atrás quedó la alegría inicial. Sólo le quedaba la noción de escapar de este horror.
…
Hefaistos amaneció de caña, y en su confusión, mientras trataba de recordar lo sucedido, simplemente acertó a preguntarse, mientras despreocupadamente se estiraba y acariciaba la barba:
“Dónde, ¿dónde habré dejado el Fuego?”
EL CHINO
―¿Te conté aquel cuento que escribió mi padre cuando tenía como ocho años?
―No.
―¿Querés que te lo cuente?
―…
―Pues, se trataba de una familia de ingleses acomodados por su-puesto, quienes tomaban el té a las cinco.
…
Digo que Vd. ha de excavar constantemente, porque de no hacerlo, podría ser que una persona pícara o bienintencionada (todo es relativo en nuestro postmodernismo, como dijo mi amigo el Señor Luna), recubriera el agujero.
Pero, supongamos que Vd. cava, digo ex–cava constantemente y que de tanto ex–cavar llega al fondo, al final, hasta las antípodas, hasta la China.
Bien, entonces, ahora le puedo contar mi cuento.
Pues, se trataba de una familia de ingleses, acomodados por su-puesto, quienes tomaban el té a las cinco.
“¿Quieréij tecito, darling?”, le preguntaba Lord a Lady cada tarde.
Tenían, digamos, cuatro; no, mejor cinco hijos. Por lo de la hora del té, esa hora de la hierba relajante y afrodisíaca…
Todos los cinco hijos habían sido concebidos en Gran Bretaña, y todos “but of course”, eran típicos ingleses.
No es que Lord fuera un noble en decadencia quien hubiese dilapidado la fortuna familiar, ni que Lady fuera tan caprichosa y exigente que colaborase en la ruina familiar; pero, en cuanto le ofrecieron a Lord un cargo diplomático en China con todos los gastos pagados, como suele decirse, y con una considerable renta, tomó a Lady, a sus “children”, incluyendo a “Baby”, el más pequeño, y a “Nanny”, quien se encargaba de cuidarlos y se embarcó lo más pronto posible, dejándole un dulce y cariñoso mensaje a sus acreedores:
“My Dear Bloodie Bloodsuckers:
Farewell to you, now that I leave you is such a sweet sorrow.
Yours truly,
Lord …” [1]
Y se largó.
El primer día en China acababan de sonar las seis en el viejo reloj familiar (reliquia recién obtenida en una casa de empeño), cuando Lord y Lady concibieron otro hijo que nació chino, porque naturalmente era de China.
Este muchacho era diferente a sus hermanos. Tenía la sabiduría de Lao Tsé y Confucio, practicaba Kung Fu como los monjes Shaolín, le gustaba comer Chop Suey y su bebida favorita era el Té Verde.
Ahora bien, los padres lo amaban incondicionalmente, pero los hermanos… bueno, no podían obviar las diferencias… es de entenderse, debió pasar todo esto en la época más colonialista del Imperio Británico, con eso del darwinismo social y lo demás. Afortunadamente ya hemos superado esos estadios brutales que denotan la más plena ignorancia y deshumanización…
Un día como cualquier otro (trilladita la frase, ¿no es cierto?), cuando el sol nacía en el lejano oriente, los niños del Commonwealth descubrieron que su posesión más preciada no era posible encontrarla por ninguna parte: la marmita para preparar el té.
El Chino (como le decían cariñosamente sus folks y sus fellows), no se vio afectado en lo más mínimo, a fin de cuentas él bebía su té verde en un cafetín chino donde también le preparaban chao mein, arroz chino y sopa min (que colocaban en los más selectos jarrones de la dinastía ming).
Sin embargo, aún cuando sus hermanos lo segregaban en todos los aspectos, él no dejaba de quererlos, incluso, con su serenidad confuciana, a pesar de ser mucho más joven que ellos, trataba de comprenderlos, y era fiel a la “Regla de Oro” en todas sus fraternales relaciones.
Ahora que los veía angustiados, con una empatía de la cual carecían sus congéneres, él sufría con ellos.
Utilizando todos sus conocimientos milenarios y su ingenio personal comenzó una exhaustiva investigación, con una exactitud cuasi–matemática.
Al día siguiente, anunció que su investigación estaba concluida. Reunió a toda la familia, incluidos, Lord y Lady, y comenzó un discurso exponiendo los pormenores de lo encontrado. Luego, explicó que era muy penoso para él tener que revelar la identidad del ratero, pues era un miembro de la familia.
Antes de continuar y revelar la clave que resolvía el misterio, cuestionó a su padre de la siguiente manera:
“Y, ¿qué hubierais sentido, querido padre, si lo que se hubiera extraviado fuera vuestra pipa para el opio?”
Con un terrible arrepentimiento en su rostro, el padre señaló el lugar donde se encontraba escondida la marmita. Claro que El Chino ya lo sabía, pero a su vez había logrado reformar a su ahora anciano padre.
Pero, ¿cuál había sido el motivo del hurto de la marmita? Lord, cansado ya de compartirla, la había tomado exclusivamente para su uso personal durante las largas sesiones de opio y lujuria, las cuales compartía con Lady.
De ahí en más, El Chino fue tratado como inglés, se dedicó a resolver toda clase de misterios, asesorando como detective a Scotland Yard, radicándose en Londres. Su nombre era Sherlock Holmes.
…
―Bueno, entonces me toca arreglarlo…
Desde entonces, sus hermanos vieron al más pequeño como él siempre los había
visto, como su igual. A fin de cuentas, todos somos diferentes pero en nuestras
venas corre una sola sangre.
Hasta nunca a Vds., ahora que los dejo es un sufrimiento tan dulce.
Sinceramente suyo,
Lord
LAS PAREDES DE LEONEL
Dedicado a Leonel Juracán
Leonel se sentaba diariamente frente a la computadora y escribía. Era escritor.
…
Conocía la teoría del “Evolucionismo”, pero no era uno de sus partidarios ni tampoco su detractor.
Había escuchado que el motor de la transformación del mono en hombre era el trabajo, el cual todo lo transmutaba y podía resolver los problemas de la sociedad.
Sin buscarlo, se encontró con una prueba irrefutable de lo anterior.
…
Leonel tenía un amigo: Beto.
Beto parecía un ser humano cualquiera. Sin embargo, en una época determinada de su vida se tornó instintivo, tosco, taciturno, receloso… primitivo. Ya no era el de antes. Es más, se dejó crecer la barba y el cabello.
La metamorfosis de Beto ocurrió cuando él quedó desempleado… y se revirtió cuando consiguió un nuevo trabajo, retornando a la actitud y apariencia de cuando Leonel lo conociera por primera vez.
Otro pensaría que Beto había pasado por una etapa depresiva debido a su desempleo, mas Leonel sabía exactamente lo que había sucedido: su amigo había involucionado; era lógico, si el trabajo era el motor de la evolución (de la transformación del mono en hombre), la falta de él era el motor de la involución (de la transformación del hombre en mono).
…
Como dije al principio, cada día, Leonel escribía en el procesador de palabras de su computadora. Ésta se encontraba en un estudio como cualquier otro, hasta que un día no se encontró más. ¿Dónde estaba? ¿Cómo había desaparecido?
“Alguien habrá entrado y se la llevó.” Pensó Leonel, “Esto, por supuesto, no es extraño en esta ciudad y en estos tiempos.”
…
Leonel casi no salía de su pequeño apartamento. Era una persona respetable, respetuosa y reservada, quien se dedicaba a escribir, era éste su trabajo. Así que sacó del olvido su vieja y pequeña máquina de escribir.
De pronto, la hasta entonces silenciosa habitación, ¡tronó! (tín). Tac-tac-tacatactactactactac-tactactac-tactac-tac-tíííííín…Etc.
Para Leonel fue algo maravilloso: después de todo, hacía mucho tiempo que no escuchaba ese sonido, el cual lo anegó de inefable nostalgia.
Escribió y escribió, porque seguía siendo una persona respetable, respetuosa y reservada, quien se dedicaba a escribir.
Cuando se sintió cansado se fue a dormir. Había dejado las hojas, sobre las cuales había escrito, junto a la maquinita de escribir.
A la mañana siguiente, no encontró ni la máquina de escribir ni las hojas escritas. No le extrañó (“porque en estos tiempos un robo ya no nos extraña a muchos de nosotros”), pero le molestó que se hubiese perdido su trabajo; sí, su trabajo de un día… como si el esfuerzo realizado hubiese cesado de existir, como si ese día nunca hubiera existido, como si fuera el día anterior, o, incluso, un día muy anterior…
Ah, y se molestó también, porque ahora recordaba (cosa extraña), porque ahora se daba cuenta (ahora, ¡hasta ahora!), que al llevarse el procesador de palabras, se habían llevado también su trabajo de meses (y lo dejaban como si fuera el mes anterior, o un mes muy anterior, o un tiempo muy, muy anterior…).
Su trabajo, su actividad; ya no se sentía igual sin él, se sentía como una criatura distinta (menos trabajada, menos ajada), un cambio se había operado en él.
Sus palabras, sus conceptos, habían sido hurtados.
“La evolución del ser humano se dio a partir del concepto, de la palabra, he ahí su importancia.” Le había dicho Iván. Le habían despojado de sus conceptos, de sus palabras; ya no era, ya no podía ser el mismo sin ellos.
“Las desgracias nunca vienen solas…” dijo Gertrudis en Hamlet. ¡Cuán cierto le parecía ahora!
…
Leonel era un ser respetable, respetuoso y reservado, quizás receloso, impulsivo, instintivo… y se dedicaba a escribir, ahora con un bolígrafo, todavía en hojas sueltas.
Era curioso, pero lo que antes le pareciera una desgracia, ahora le resultaba dulcemente melancólico, como el presente reviviendo el pasado (como cuando de niño había comenzado a escribir cuentitos en un cuadernito).
Escribía libremente, tachaba, hacía notas al margen. Corregía sobre correcciones. Era toda una aventura, era muy entretenido.
¿Primitivo? Quizás. Se acercaba a sus raíces (a nuestras raíces); raíces que van más allá de la cultura o cualquier “división” social convencional, porque la diversidad es solamente aparente.
Todavía le quedaban conceptos, todavía le quedaban palabras.
Así, escribió hasta que ya no pudo más y se quedó dormido.
Cuando despertó, sintió que algo se repetía, pero de manera distinta, no sabía bien qué: ya no estaban las hojas escritas, ni aquellas en blanco, ni su bolígrafo, ni instrumento alguno para escribir.
No se irritó. La desazón de las veces anteriores había dado lugar a una especie de expectación por ver qué sucedería luego. Lo único que tenía fijo en la mente era que quería escribir.
Con un clavo, talló letras en sus paredes y con las letras formó palabras. Escribió todo el tiempo, mientras quiso hacerlo. Conceptos, palabras, cuyo sentido él se los otorgaba. Cuando ya no pudo más, cesó su actividad y durmió tranquilamente. Si alguna vez le habían molestado los sucesos anteriores, ahora le eran ajenos. Descansó sin preocuparse acerca de lo que pasaría mañana.
Contemplaba los sucesos, las cosas, sin prever, sin soñar, sin recordar.
Porque, alrededor de Leonel… ya no estaban las paredes.
1980, Guatemala Ciudad, narrativa
03 de septiembre de 2008
Genial Petoulqui
16 de septiembre de 2008
Excelente leerte Julio.
Saludos de Leslye T.
19 de septiembre de 2008
Yo sigo preguntando ¿cuál es ese fuego al que te referías? Por más que trato de recordar no lo logro… Veo que hemos ampliado la entrada ¿cierto? Muy bueno, Peto.
23 de marzo de 2012
Buen trabajo, Julio. Gusto de leerte.