testigo es el frío cerrojo que, ante la brutalidad del orbe que ahoga libertades, dirige un largo silencio que se parte en pedazos
[OSVALDO AHUMADA-ESPINOSA]
LA VIDA A TRAVÉS DE UNA REJA
La acción transcurre en cualquier lugar, si hay coincidencia con la vida real es simple semejanza.
Con el objeto de aclararle el “mate” al lector que ha cogido este relato —de puro aburrido que estaba— comenzaré diciendo que me encuentro preso y por eso mi realidad es muy diferente a la de la gente que dice encontrarse libre. El por qué de mi cautiverio no pertenece a esta historia sino que es material de una novela que pienso escribir en los Viejos Estados Civilizados —si alguna vez puedo viajar allá— pero mientras tanto puedo adelantar que no me considero un preso sino que un secuestrado, ya que no he cometido ningún delito, en cambio mis jueces y acusadores sí han cometido varios en mi persona y en la persona de algunos cientos de presos más. Aclarado este punto básico para que usted me comprenda, trataré de envolverlo en los pensamientos que me circundan y me ahogan.
Son las 8:30, me encuentro en el pasillo, frente a mi celda, trato de pararme derecho. Un sueño espantoso me invade, de buena gana me sentaría en el suelo, pero no puedo, tengo que esperar que pasen los carceleros, me vean, me cuenten y comprueben que no me he fugado. Ellos no saben que nunca lo haré, porque los inocentes no huimos. Quisiera suspenderme en mitad del pasillo y gritarles: “¡Estimados señores guardianes, soy inocente y no huiré”! No lo hago porque no tengo ganas y además no lo comprenderían. Llegaron por fin, comienza la cuenta, me toca el seis, a mi lado el sargento Constanzo grita militarmente: “¡Siete!”; un poco después se oye: “¡Veinticinco y último!” Estamos todos, la cuenta ha terminado.
Entro a mi celda. Hoy me siento cansado, aburrido, no tengo deseos de estudiar. Desde que me encerraron estudio cada día un mínimo de tres horas. He empleado más de 4.200 horas en aprender cada vez más. No deseo que estas paredes me devoren, me digieran y luego me escupan como desecho hacia la calle, como hacen con la mayoría de los seres encerrados aquí. Decido no estudiar, trataré de salir un poco de mi rutina, del aturdimiento en que me encuentro y ver a mi alrededor el pequeñito mundo que me rodea. Leeré algunas cartas que tengo sobre la mesa y dedicaré algunos momentos a recordar el pasado junto a mi mujer y a soñar con las horas que volveré a pasar con ella si alguna vez logro salir de aquí. Quisiera estar en mi isla quisiera. Quisiera pisar el pasto con los pies desnudos. El pasto que para mí es leyenda. En mi isla contigo estar quisiera. ¿Volveremos a juntarnos algún día? ¿Los odiosos metales alguna vez se abrirán? Rejas y carceleros contando presos. Carceleros contando presos y rejas. En alguna parte debe existir mi isla, y en ella junto a ti quisiera estar. ¿Volveremos a juntarnos algún día? Sólo el Jefe de los Carceleros sabe. Observo mi rostro reflejado en el cristal de la ventana. Tengo miedo, mucho miedo, veo mis canas prematuras, me encuentro maduro. ¡Oh! ¡No quiero envejecer! Me estoy muriendo cada día un poco más. Cierro mis ojos. ¿Cuándo terminará esta pesadilla? Tomo una hoja de papel, le coloco pegamento adhesivo en sus extremos y la pego en el cristal, tapando el rostro reflejado en él. Busco mis lápices de maquillaje teatral y me dirijo al espejo.
El espejo me devuelve mi rostro, lo miro, lo miro muchas veces, trato de no prestar atención a mis canas. Observo mis rasgos semitas, la sangre de mi bisabuelo reflejada en mi cara. No me importa. No encuentro que sea tan terrible tener cara de judío. Me asombra la estupidez humana, mis parientes escondieron rigurosamente el secreto del bisabuelo, pero el viejo se vengó del desprecio dejando sus huellas en el rostro de sus hijos, sus nietos y sus bisnietos. Mi abuelo está muy viejo. Tiene 78 años y cuando camina por la calle y alguien desea llamar su atención le dice:
—¡Eh judío, mira!
El “secreto familiar” lo supe a mis 30 años y recién comprendí por qué sentía una simpatía especial por los semitas. He sufrido leyendo sus penurias, sus torturas, las humillaciones a que fueron sometidos durante le nazismo alemán y me molesta que los discriminen y desprecien. Yo soy uno de ellos.
Tengo en mi mano izquierda el lápiz de maquillaje rojo, lo llevo hacia la cara y comienzo a crear mi rostro, el rostro de “Osvaldo, el payaso triste”. Hago un corazón invertido en la punta de la nariz, lágrimas en los ojos, trazo unas líneas verticales, perpendiculares a mi boca, pinto unos círculos en las mejillas, falsifico un hoyuelo en mi barbilla, suelto el lápiz rojo y tomo el café, delineo mis cejas, las engrueso y las triangulizo, ya casi termino. Hoy día no viniste. Deseaba tu presencia, quería verte. Me encuentro deprimido y aburrido de esta tonta monotonía que se incrusta en la piel y no quiere salir. Espero un día que quizás nunca llegue. El espejo me devuelve mi rostro verdadero, el de un payaso triste, peino mis cabellos con una partidura central y estoy listo, listo para enfrentar la comedia de la vida. Me siento a la mesa y releo la carta de mi muy querido amigo Osvaldo, quien se acordó de mí desde su escondite y me envía algunas noticias. Transcribiré la carta:
Estimado Osvaldo,
Han pasado más de cuatro años, no he muerto ni te he olvidado, no me comunicaba contigo porque tenía miedo de hacerlo. Si se hubiera descubierto nuestra amistad, habría sido perjudicial para ambos. Ahora que el tiempo ha ido borrando u ocultando nuestras experiencias y la dureza se ha ido atenuando un poco, me atrevo a hacerlo. Cuesta iniciar una carta para alguien que está en tu situación, trataré de contarte cosas empezando por mí:
Hace cinco minutos que miro el techo amarillento de polvo y miseria, no deseo levantarme, debe ser mediodía ¿Para qué hacerlo? Si este día será igual al de ayer y mañana igual al de hoy, días vacíos de vida y esperanza. Acomodo algunos almohadones en la cabecera y me siento a recordar. La imagen de ella me viene a la memoria y las sensaciones que sentí el día que la conocí me llegan con toda su intensidad. Golpean a la puerta, es mi padre, conozco cada uno de sus ruidos y movimientos.
—¡Entra! —le grito— y el Coleccionista de Quesos se introduce en mi habitación. No recuerdo con exactitud cuándo empezó, pero si sé que su manía se debe al fusilamiento de mi hermano mayor, el décimo después de la Ascensión Uniformada. Cuando le contaron la noticia por intermedio de un amigo que supo de la ejecución no dijo nada, fue a la pieza de mi hermano y de allí no salió en tres días. Estaba diferente, se veía más viejo y parecía haberse achicado. En sus manos traía un libro de propiedad del muerto, lo abrió en una página determinada y me dijo:
—En este libro dice que en Francia hay 300 tipos diferentes de quesos; bien, pienso coleccionar cada especie de queso que exista en el mundo, los clasificaré por colores, países, sabores y composición. Estoy seguro de que a tu hermano le hubiese gustado este trabajo.
Mi hermano era sociólogo, el asunto de los quesos no le hubiese interesado en lo más mínimo. A consecuencia del fusilamiento y como papá era empleado fiscal, fue jubilado por no contar con la confianza del Ascensor. Comenzó entonces el trabajo que se había impuesto. El dormitorio del fusilado se convirtió en una especie de laboratorio, con sus muros llenos de vitrinas y cajitas con los diferentes tipos de queso. Hay retortas, microscopios y mecheros. Una máquina de escribir donde ya ha terminado algunos ensayos que piensa publicar: “Análisis cualitativo y cuantitativo de los quesos del Suroeste Francés”, “Los quesos y problemas metafísicos contemporáneos”, “Introducción al estudio de los quesos”, y el último que todavía no ha concluido: “Métodos de obtención de gusanos híbridos del queso Gruyere”. (El pobre no sabe que ahora no hay ni editoriales ni imprenta). Papá vive entre quesos, tiene quesos por todos lados, en sus anaqueles, en los bolsillos, en su cama, queso, queso. Él es un queso.
—¡Buenos días, Osvaldo! Qué alegría tenerte en casa tan temprano. No te sentí cuando llegaste.
—Todavía no he salido —replico desde mi cama
—¡Ah! —responde el anciano, saliendo de la habitación.
Después de la Ascensión y cuando volvió una aparente calma, volví a mis clases en la Universidad, pero todo estaba muy cambiado, muchos alumnos ya no estaban, nadie sabía de ellos, si estaban muertos, encarcelados o escondidos. La camaradería y la alegría juvenil habían desaparecido, sólo se veían caras hoscas y silenciosas. Todos desconfiaban de todos, amigos de toda una vida ni siquiera se saludaban. El Sistema de Enseñanza también ha cambiado, ya no se dictan Clases Magistrales, sino que los pocos profesores que han quedado, leen las hojas que cada mañana deben recoger de la oficina del Gran Inquisidor Universitario, un señor nombrado por el Ascensor que revisa las clases que deben dictarse. Por decreto se ha prohibido que el maestro declame o que durante la clase los alumnos hagan preguntas. La enseñanza sólo debe limitarse a escuchar el dictado del profesor (o Dictatista como habíamos decidido llamarlo, en vez de Dictador, porque ya hay otro) y tomar apuntes o bien comprar las hojas con las materias que vende en su oficina El Gran Inquisidor Universitario. Hojitas que casi todos compran porque este caballero lleva dos listas de alumnos, los que le compran hojitas y los que no. Resistí dos semanas apenas, me daba tanto asco que no fui más.
Comencé a instruirme con mis propios textos, que había logrado salvar de la Gran Hoguera Patriótica, con la ayuda de la Biblioteca Clandestina (BICLA), que formamos los que nos retiramos de la Universidad y que tenemos en un protegido sótano en algún lugar de la ciudad. Se dictaron unas terribles leyes contra nosotros, el que sea sorprendido portando un libro impreso en el país, anterior a la Ascensión, o de alguna Editorial Extranjera, entrado de contrabando en el país, es fusilado luego de un juicio sumario y su cuerpo quemado junto al libro prohibido, para escarmiento de los osados autodidactas. Hemos logrado organizar algunas clases clandestinas en BICLA, donde los alumnos que habían pertenecido a cursos superiores enseñan a los demás. También tenemos clases de idiomas (prohibidos por el Ascensor), para poder largarse de esta aldea e ir a estudiar a los Viejos Estados Civilizados. Estoy casi por egresar del curso Anglo Clandestino y voy muy avanzado en las clases de Licenciatura en Arte. Espero poder emigrar pronto.
Te enviaré noticias mías desde Anglosajonia.
Se despide con un fuerte abrazo,
Osvaldo
Tengo miedo, miedo de morir y no verte, miedo de no poder hacer las cosas que deseo, miedo de vivir nuevamente, o mejor dicho de empezar a vivir, de nacer… Cojo la carta, la rasgo en pedazos muy pequeños, y con toda calma comienzo a comérmela. Usted puede creer que estoy loco, pero no es así y si usted ha estado alguna vez preso, en circunstancias parecidas a las mías, debe saber que es pecado mortal tener una carta clandestina en prisión. Con los adelantos de la tecnología hay procedimientos fáciles para reconstituir papel quemado, otra solución sería echarlo al excusado, lo que tampoco sirve para deshacerse de ella porque según he sabido, al final del desagüe de aguas servidas de la prisión, hay un Agente Especial, cuya misión es ubicar cartas clandestinas entre los excrementos. Por lo tanto, la mejor manera es tragarla y que los jugos estomacales la disuelvan.
A medida que voy comiendo la carta observo por la ventana a unos presos asoleándose y a otros conversando, mientras se pasean por el patio de la mejor prisión de las Indias Orientales, según dicen. Me encuentro en el mejor presidio de la Región y de las Indias, lo cual no me consta pues yo sólo conozco éste, que se diferencia bastante de un presidio tipo M1, porque aquí las celdas son como las piezas de un hotel de cuarta clase del barrio de los Fumaderos de Hong Kong. Tiene piso de madera, las ventanas aunque tengan barrotes poseen vidrios, la puerta no es una reja sino de madera y vidrio. Durante el día nadie me molesta, si no hago nada que rompa la rutina diaria. Las piezas tienen dos camas y se puede tener TV, mesas, sillas, libros censurados y cualquier tipo de alimento, menos alcohol. Es una jaula de oro donde también se vive el Oscurantismo que azota a toda la Región. ¡Elena! Elena es mi mujer, la quiero mucho, cuando me viene a ver me siento a su lado deseando que me bese y tome mi cara entre sus manos, pero nunca lo hace… Cuesta mucho acostumbrarse a vivir en la Edad Media, cuando se ha conocido la Era del Jet. Cuesta resignarse a recibir el castigo de lavar las marmitas (inmensas ollas industriales) de la cocina del presidio, durante quince días, por haber sido “sorprendido” leyendo el libro Max y los Fagocitos Blancos de Henry Miller y acusado de “tener propaganda marxista” en el presidio. Me siento herido en mi dignidad de ser humano, cuando personas que apenas saben deletrear su nombre se convierten en Inquisidores de Lectura. Me hiere pero me resigno, porque aquí no me pegan cuando me porto bien, y tampoco me pegan cuando cumplo con los reglamentos y me siento muy feliz no haciendo nada. Estoy completamente seguro de que por las características del Presidio Modelo no me “darán con la Luma” (aunque hay algunos guardias que apenas se contienen y se desesperan por no poder castigar a algún preso, a cualquiera).
¡Cómo compadezco y me apenan aquellos desgraciados que se encuentran en las otras cárceles de la Región donde sí los castigan cuando no han hecho nada que merezca sanción! La carta ha saciado mi apetito, hoy no almorzaré.
Entre los presos que se pasean bajo mi ventana alcanzo a divisar al sargento Belarmino Constanzo, gran amigo y compañero de infortunio por más de cuatro años, su condena triplica la mía, treinta años, y no tiene esperanzas todavía —al igual que yo— de que lo expulsen de la Región hacia los Viejos Estados Civilizados. Todas sus ansias de libertad las sacia digiriendo cantidades impresionantes de alimentos; mastica a toda hora y cuando llega el final del día, rendido ya de tanto comer se acuesta a mirar TV, dejando previamente su bacinica bajo el camastro de metal y en su mesita de noche “algunas vituallas para picar”, como él llama a 2 ó 3 sandwiches de cerdo con queso, un trozo de queque, un pastel de crema, alguna fruta de la estación y litro y medio de leche con chocolate para saciar la sed. Este es Belarmino, un viejo a quien quiero mucho y es el mismo que —según cuenta la leyenda— alberga en su redondeado vientre un cementerio de vacas y otro de aves de corral. Éste es Belarmino, un viejo que añora encontrarse con su hijo exiliado en Anglosajonia y sobre el cual pesaba una condena a muerte por el solo delito de llamarse exactamente igual que su padre, Belarmino Constanzo.
Estar preso no significa estar privado sólo de libertad. Existen varias penas anexas, que si bien no están estipuladas en ningún código, los reos tenemos que sufrir. Creo que a mí las que más me mortifican son el castigo de la Abstinencia Sexual Obligatoria y la Nidia Caro. La primera es fácil de entender, hace más de 1.552 días que no hago el amor con mi mujer. La segunda es una tortura cotidiana que trata de lo siguiente: el Capitán de los Carceleros leyó en alguna parte que los animales se tranquilizan, se calman cuando escuchan música y decidió aplicar el mismo sistema a los presos; mi mujer es hermosa y distinguida, una interesante mujer. Me agrada mucho cómo se ve actualmente… obligó colocar música por los parlantes para solaz de los encarcelados, pero olvidó dos detalles. El primero es que todos nosotros tenemos radios, televisores, equipos modulares y refrigeradores y podemos escuchar la música que deseemos. El segundo, que en la caseta del parlante sólo hay un disco, un long-play de Nidia Caro. Por lo tanto, para cumplir con la orden del Capitán, lo tocan unas diez veces diarias y todos los días. ¡Nidia Caro, te odio con todas las fuerzas de mi corazón! Me conseguí un retrato de ella, lo pegué en la pared de la celda y cada vez que consigo un alfiler se lo clavo. Ya le he clavado 127, además le dibujé un gran candado en su boca. ¡Te odio, maldita Nidia! ¡Cállate de una vez! ¡Muérete! Cuando te veo, te veo llegar todos los días, todos los días sólo un momento. ¡Cómo te necesito! Me acometen celos, ganas de gritar. ¡Te amo! ¡Por favor no me dejes! No sé que hacer, qué pensar, cansado estoy de esperar…
Son las seis de la tarde, hora de la segunda cuenta del día, recién me siento totalmente despierto, me paseo por el pasillo, me formo algo retirado del sargento Constanzo, para que no me deje sordo con sus números gritones. No me he sacado el maquillaje, los presos me observan algo extrañados y no contesto a sus preguntas, llegan los carceleros:
—¿Qué tiene en la cara? —preguntan.
—Mi personalidad —contesto. Los sorprendo, se miran entre ellos, no saben qué hacer ni qué decir
—¡Número! —grita el más inteligente y comienza el conteo. Uno, dos, tres… me tocó el once. A lo lejos siento el estruendo metálico y cortante: “¡Veinte!” del sargento, luego: “¡Veinticinco y último!” La cuenta ha terminado. Reingreso a mi celda.
Marta es una escritora que me agrada mucho, no por lo que escribe, porque jamás la he leído, sino por su voz, su personalidad y su tipo de mujer. En días pasados leí algo que escribió en un semanario y que me impresionó mucho. Recorté el artículo que se refería a cómo enfrentan la vida determinadas personas. Lo tengo entre mis manos y lo releo: “No sé como enfrentaré los años venideros. Cuando uno aprende que la vida es una permanente renuncia, que nadie la necesita, que la felicidad no existe… Cuando uno aprende que la felicidad es mucho menos que un derecho; que es como un rayo que no sabe dónde cae, entonces uno piensa que pasará el resto de la vida esperando el rayo. Yo estoy esperando el rayo. Sé que cae donde puede, no avisa, y a veces a uno le toca…” Encontré mucha soledad y tristeza en sus pensamientos. Pobre Marta, quisiera poder ayudarte, quisiera conocer al Lanzador de rayos Felices y decirle: “Eh, Lanzador, no te olvides de Marta”. Y no me movería de su lado hasta que te hubiese lanzado su Rayo Feliz. Es domingo, son casi las siete de la tarde. Trato de leer un cuento de Sherlock Holmes, en italiano: “La lega del Capelli Rossi” (La liga de los Cabellos Rojos). Lo dejo después de tres hojas. Ondas de aburrimiento me inundan. Kilos de aburrimiento. ¡Qué lejos estás, Elena! Hernán, mi compañero de celda, me saca un poco de mi letargo con sus alabanzas a su planta acuática, con su “culto a la monífera”. ¡Cuánto tiempo falta! Ya no doy más, no creo poder resistir hasta el final. Quiero pasearme en un gran jardín, mojarme en agua salada, dormir de cara a la luna en la arena húmeda, quiero colgarme de un barrote, mirando los techos de la ciudad, pero me falta valor y dinero para la cremación.
Las penumbras de la noche comienzan a cubrir la cárcel. Ha pasado otro día, otro día más, otro día menos, no sé ya, todo es igual. Ha llegado la hora de enchufarse a la “caja idiota” o “cajón con monos”, como otros le dicen. Las horas que he pasado frente a la dichosa cajita son más de 2.000. ¡Es increíble! Cuando viva en la Civilización, no habrá nadie capaz de obligarme a ver programitas envasados, por muy lindos que estos sean, tendrían que drogarme y mantenerme atado para lograr su propósito. Afortunadamente la película de hoy era bastante buena, se llamaba La Hora Veinticinco y estaba basada en la novela del mismo nombre de Virgil Gheorghiu. Los sufrimientos del protagonista suben mi ánimo, me hacen recordar las penurias de los judíos durante la Segunda Guerra Mundial. Me digo que mi situación no es tan difícil como la de ellos. El día termina, tengo que acostarme. Me saco el maquillaje para quedar con la máscara de preso. ¡Buenas noches!
OSVALDO AHUMADA-ESPINOSA. (Santiago de Chile, Chile, 1947). Tecnólogo médico en radiología, nacionalizado belga hace 30 años. Autor de mas de 40 publicaciones entre cuentos y poemas en algunas antologías y en revistas de literatura impresas y virtuales, principalmente de España, México, Estados Unidos y Chile. Miembro de algunas sociedades de escritores de Europa y Latinoamérica. Primer Premio Concurso Literario Internacional de Cuentos de la ONG Reencuentro, 2005, Chile, con el relato La golemah.
10 de febrero de 20141947, autor invitado, Bélgica, Chile, narrativa, Santiago de Chile