ruiz/madorrán/moncayo: recomponiendo la materia en la cálida pluralidad de los jardines (pequeño parnaso de nuevos narradores riojanos)
[BEATRIZ RUIZ]
HERENCIA
Qué bien me sienta el blanco. No puedo dejar de mirarme en el espejo. De perfil, de frente, cambiando los gestos… Juego con el pelo, dudando aún cómo me sentará mejor: ¿suelto o quizá recogido? Sonrío como una tonta mientras me muerdo las uñas. Estoy muy nerviosa, no queda nada para que llegue el gran día y Fran no deja de decirme todo lo que me quiere.
El tiempo ha pasado multiplicándose por dos. Parecía que no iba a llegar, pero ya está aquí. Todo bajo control, cada detalle supervisado. Los invitados confirmados ya tienen su lugar en la mesa. En menos de doce horas me encontraré con los fotógrafos en el portal para las primeras fotos. Mi vestido, mi soñado vestido duerme en la cama de la habitación de al lado, con la compañía de las medias, los zapatos, la ropa interior minuciosamente elegida y los pendientes. Y yo, con los ojos abiertos y la mente tan llena, intentando tranquilizar a mi corazón para que lata más despacio y me deje descansar.
Siento que la cama tiembla conmigo y decido levantarme y ponerme una tila. Fran se ha ido a dormir a casa de sus padres. Llevamos cinco años compartiéndolo todo pero, para mezclar tradición y emoción hemos decidido pasar esta noche separados y sorprendernos en la puerta del Ayuntamiento. Llego al salón con la taza humeando y me siento en una esquina del sofá, como una niña pequeña, inquieta y nerviosa. Levanto la vista y admiro la foto de mi madre. Qué guapa estaba ese día. Labios rojo intenso que llevo grabado en los genes. Melena larga y negra partida en dos, muy lisa y nada rebelde. Pantalones acampanados y una blusa blanca de esas tan finas que te ayudan a ver lo que hay detrás. Quizá me gusta tanto esa foto porque me tiene a mí en brazos, rodeándome con un gesto lleno de ternura, de madre feliz y orgullosa y en absoluto cansada. Nunca se cansó de vivir, pero la vida se cansó de ella demasiado pronto, cuando yo todavía era demasiado joven. Mi padre se deja ver al fondo de la fotografía, con el ceño fruncido. Gesto que no ha cambiado con los años, si no que más bien ha acentuado. Cuánto la echo de menos. Cada día muchas veces. Pero esta noche, ahora, me faltas para tranquilizarme y cogernos de los dedos.
Vuelvo a la cocina con la bata medio abierta y los pelos revueltos. Le doy un agua a la taza mientras sigo pensando en ella y en lo mucho que vivimos los veinte años que compartimos. Discutíamos poco y siempre me decía que yo era una niña muy buena y sonrío al pensar que ella fue una madre a la que no le gustaba gritar. En cambio, mi padre se enfadaba por cualquier cosa. Cuando nos veía hablando se quejaba de ruido, y si nos veía riendo se quejaba de hambre, de sueño, o de dolor de cabeza. Es curioso pero, siempre pienso en él como un ogro. A pesar de que cumplió como padre formal, no lo hizo como padre informal. Ese que da besos y se preocupa por cómo estás.
La cabeza me da vueltas y sin quererlo viaja hasta el pasado mientras yo camino por la casa, sin rumbo, encendiendo luces y tocándolo todo con un síndrome que seguro tiene algún nombre raro.
Llego hasta lo más alto del armario y cojo el álbum gris, el más viejo y destrozado de todos. Me siento en el suelo como cuando era pequeña, cruzando las piernas, y lo abro. Miro cada foto, con tiempo y sin prisa. Se me olvida que me tengo que dormir, que debo descansar porque mañana es un día muy largo. Observo, tras varios minutos, algo que me inquieta. La sonrisa de mi madre no siempre es grande, bonita y brillante. A veces, ni siquiera es. Cuando me tiene cogida de sus manos, mirándome mientras yo, presumida, poso, es ella. Pero cuando yo no aparezco en las fotos y aparecen ellos dos, ella desaparece. Su rostro es una máscara triste y vacía.
Dejo el álbum abierto en el suelo y salgo a la terraza. Estoy muy nerviosa y ahora también muerta de frío. Me enciendo un cigarro incumpliendo mi promesa una vez más y cierro los ojos mirando al cielo. Aunque nunca lo dije en alto, siempre noté que no se querían. Puede que se quisieran algún día, quizá el día que se casaron. Pero después se desquisieron. No se soportaban y mi madre seguro hizo lo posible para que yo no lo notara. Y así, hilando un pensamiento con otro y éste con otro que está más allá, me hundo en una profunda inseguridad que me cubre entera.
Este telar se para en mí, en mis sonrisas pasadas y en mis sonrisas futuras. Pienso en Fran, en nosotros a lo largo de estos cinco años y no, no quiero una vida llena de felicidad alterna donde reine la paciencia, como tantas veces siento que ocurre. No quiero arreglar discusiones que en realidad no tienen solución, poniendo parches aquí y allá. Parece que últimamente nos queremos de puntillas para no estropear lo bonito que fue, y yo, como tonta, me empeño en vestir de blanco los restos de un naufragio.
El equilibrio que creía tener en Fran y en mí se tambalea a medida que la noche se cansa de escucharme pensar en que si ya no somos lo que fuimos, qué seremos.
Cojo el teléfono a la vez que cojo aire y marco.
—Fran. No me caso.
[LUIS ÁNGEL MADORRÁN]
FOLLAR COMO CONEJOS
Mi tío despotricaba sobre algo. Yo miraba su enorme papada agitándose arriba y abajo. Se movía al compás de sus palabras, como una bailarina de striptease entrada en años. Tenía algo hipnótico aquella masa de carne. Hacía que te perdieras en su sebo, olvidándote de lo que decía la persona. Se podría decir que era mi tío el que estaba pagado a su papada, y no al contrario.
Me tomé un botellín de cerveza. Estaba caliente y sabía a sudor de rata. Me lo bebí igual; cualquier cosa con tal de abotargar mi cerebro. Odiaba las Navidades, las sonrisas falsas, las comidas pantagruélicas, el puto anuncio de la lotería. Y de todas las fechas, la que menos soportaba era la Nochebuena.
Allí estábamos todos, la familia al completo. O casi. Algunos habían logrado escaquearse. Faltaban mi abuela, a la que no habían sacado del asilo, y un par de primos. Mi tío estaba hablando precisamente de eso.
—Con unas amigas, ¿te lo puedes creer? Ya le he dicho que como mañana no venga a la comida de Navidad lo lleva claro.
Hablaba de mi prima María, que no había venido a la cena. No escuché el resto de lo que dijo, su papada me atrapó de nuevo en su red de carne adiposa. Miré el reloj. Era casi medianoche. Agarré una botella de vodka que había sobre la mesa. Le di un buen trago a morro. No podía soportarlo más.
—¿Qué haces? — me dijo mi padre.
Seguí bebiendo. Las conversaciones se fueron espesando en mi cabeza.
—¡Para ya!
Mi padre me arrancó la botella de los labios. Algunas gotas cayeron sobre el pantalón, mojándome la entrepierna.
—Me voy.
—¿A dónde vas?
—Me largo.
Agarré la puerta y salí a la calle. Me había dejado la cazadora, pero me importó una mierda
—¿Qué coño quieres que haga con esto?
Tenía un disfraz de conejo gigante entre las manos. Me lo había dado Bosco, mi amigo. Estábamos en su casa.
—Venga, coño. ¡Anímate! A las tías les va este rollo.
—¿Qué rollo? ¿Lo conejos gigantes? ¡No me jodas!
—Haz lo que quieras. Yo me voy a poner el mío.
Bosco se calzó el disfraz. No era de conejo, sino de oso. Parecía un peluche gigante, pero con un aire mezquino y turbio.
—¿Y cómo se bebe con eso puesto?
—Lleva un agujero en la boca. —La voz de Bosco sonaba hueca dentro del disfraz, como si se hubiera metido un embudo por la garganta.
—¡A la mierda!— dije. Me puse el disfraz de conejo.
No había mucha gente en el pub. En la barra había una camarera con un gorro de Papá Noel. Tenía el rímel un poco corrido y un gesto de hastío en el rostro. Tendría unos diez años más que yo, pero estaba buena a pesar de todo.
—¿Qué haces esta noche?—le dije.
—¿A ti que te parece?
—¿A qué hora sales?
—A ninguna. Me quedo aquí.
—¿Vives aquí?
—Sí, vivo aquí.
La camarera se fue al otro lado de la barra. El disfraz de conejo no estaba funcionando, además me estaba cociendo por dentro. Debajo solo llevaba los calzoncillos. Había dejado la ropa en casa de Bosco. Mi amigo estaba bailando sobre una plataforma. Nadie le hacía ni caso, las tías mucho menos. Agarré el botellín de cerveza que había pedido y me lo bebí de un trago. No me quedaba más dinero, así que pensé en volver a casa.
—¡Me voy a pirar!
—¿Qué?— gritó Bosco desde el interior de la cabeza de oso.
—¡Me voy a casa! ¡Aquí te quedas!
Salí del pub antes de que Bosco pudiera replicar. La música zumbaba en mis oídos con una cadencia demencial. Era como si alguien me golpeara con una pandereta sobre la cabeza de conejo. En la puerta choqué contra algo. A punto estuve de irme al suelo. Se trataba de un montón de pelo rosa coronado con una cabeza de animal de la que colgaban unas fláccidas orejas de trapo. Un conejo gigante.
Había más de uno. Eran cuatro los animales gigantes que entraban en el pub. Todos eran conejos de color rosa.
—Mirad lo que tenemos aquí—dijo uno de los conejos. A través de su boca inmóvil sonaba la voz de una mujer joven.
Los otros tres conejos rieron. Bajo aquellos cuerpos peludos se ocultaba un grupo de mujeres.
—¿Tomamos algo?—le pregunté a la primera coneja.
—Vaya con el conejito. No nos andamos con tonterías, ¿eh?
La cogí de la pata y me la llevé a la barra. Bosco ya había bajado de la plataforma y se acercaba al grupo de conejos que había quedado atrás. Pedí un par de cervezas.
—¿Cómo te llamas?
—Jessica Rabbit, ¿y tú?
—Duracell.
Nos tomamos las cervezas y pedí otras dos. Por suerte Jessica pagó la cuenta. Traté de averiguar si estaba buena, pero lo mismo me hubiera costado acertar el número de la lotería. Hablamos un rato. Apenas le entendía nada con el volumen convulsivo de la música.
—¿Nos vamos?— le dije.
—¿A dónde?
—¿A tú casa?
Jessica me agarró del brazo y me sacó del pub. Bosco había vuelto a la plataforma. No sé dónde estaban el resto de conejos.
La casa estaba bien. Era el piso de una amiga de Jessica. Pequeño pero ordenado. Había un árbol de Navidad en la entrada con las luces apagadas. Producía cierta tristeza verlo así.
Intenté quitarle el disfraz a Jessica, pero me apartó.
—El disfraz se queda. Y no se te ocurra quitarte el tuyo.
La dejé hacer. Sentía curiosidad sobre la mujer que se escondía tras el conejo, pero sobre todo estaba cachondo, y no iba a desperdiciar la oportunidad de echar un polvo por llevarle la contraria.
Me tiró sobre el sofá. Se me clavó en el culo un bolso negro con un dibujo de Snoppy. Me deshice de él rápidamente. Jessica se subió sobre mí. A pesar de que era imposible sentir su piel, y de la borrachera que llevaba, noté cómo se me endurecía el miembro. Busqué en su espalda alguna cremallera u orificio dónde meter la mano, pero el disfraz era tan hermético como un submarino ruso. Los guantes de conejo no ayudaban demasiado.
Jessica se quitó los suyos. Sus manos eran finas y largas. Deslizó sus dedos sobre mi pecho peludo y fue bajando despacio hasta llegar a la protuberancia de mi pene empalmado. Se interponían entre su mano y mi miembro el disfraz y el calzoncillo, pero a pesar de las capas sentí como el calor se intensificaba allí abajo. Ahora la tenía tan dura que el placer de la caricia era casi doloroso.
Me quité los guantes de conejo. Jessica seguía frotando su mano en mi entrepierna. Había encontrado los botones que la liberaban y me los estaba quitando poco a poco. Mi calzoncillo asomó entre ellos, como una punta de lanza dispuesta para la batalla. Deslicé mis manos por el culo de Jessica. Tenía un tacto suave y agradable, pero era por la tela del disfraz. Me afané en encontrar una cremallera o algo que me permitiera acceder a su piel.
Jessica acabó por fin con los botones. Me bajó el calzoncillo y empezó a juguetear con mi pene. Por un momento me olvidé de su culo y me concentré en el goce de la caricia. Ella sabía lo que se traía entre manos. Empezó a masturbarme despacio. Traté de no abandonarme al placer y seguí concentrado en lo mío. Había una cremallera que le recorría la espalda. Tiré de ella y por fin logré abrirle el disfraz. Mis manos palparon el cierre de un sujetador y unas bragas diminutas. Tenía la piel humedecida por el sudor y su culo no estaba mal. Agarré con fuerza sus nalgas. Ella paró de masturbarme. Su enorme cabeza de conejo bajó hasta mi cintura. Jessica agarró mi pene con su mano derecha y lo introdujo por el orificio de la boca del disfraz. Noté el plástico barato que raspaba mi piel. Pero pronto sentí el contacto húmedo y cálido de su lengua y me olvidé por completo del roce.
Mientras ella me lamía el miembro a través de sus dos bocas, yo me concentré en su tanga. Se lo bajé de un tirón hasta la mitad de los muslos. Al tocar su sexo lo sentí húmedo y lubricado. Froté mis dedos en su clítoris. Jessica respondió moviendo sus caderas, guiando mis caricias para que le produjeran más placer. Estuvimos así un rato, hasta que ella se detuvo y me miró con sus ojos de conejo.
—Ahora fóllame.
Se puso de espaldas contra el respaldo del sofá. Pude ver su cuerpo por primera vez. Tenía la cremallera del disfraz completamente bajada y a través de la apertura su espalda y su culo se mostraban ante mí, como si me reclamasen. Su piel, como la mía, estaba sudada. El tanga seguía bajado hasta la altura de sus muslos. Lo deslicé un poco más abajo, hasta casi las rodillas. Me arrodillé sobre el sofá, justo detrás de ella, y la penetré.
Los dos estábamos tan mojados que entré en ella sin problemas. Jessica comenzó a mover sus caderas adelante y atrás. Yo la dejé hacer. Me agarré a su cintura y me dejé llevar por su cadencia. Al principio comenzó suave, pero pronto le dio más impulso a sus movimientos. Intenté aguantar como pude, pero estaba tan cachondo que no logré contenerme. Me corrí dentro de ella. No debían haber pasado ni dos minutos.
Jessica me apartó unos segundos después. Se sentó en el sofá. Mi pene comenzaba a ponerse fláccido.
—Así que Duracell, ¿eh?
Me fui al baño a asearme un poco. Cuando regresé, Jessica estaba hurgando en el bolso de Snoopy. Sacó un mechero y un paquete de cigarrillos.
—Será mejor que me vaya—dije.
—Tú mismo.
—Ha estado bien.
—Si tú lo dices…
Iba a pedirle un cigarro, pero me lo pensé mejor y me marché sin hacerlo.
Al día siguiente tenía una resaca de campeonato. Me senté en una esquina de la mesa, intentando mantenerme lo más alejado posible del jaleo que armaba mi familia. La mesa tenía dispuestos todos los entremeses. Apenas podía verlos. El solo olor a fritanga de las croquetas de mi madre me producía ganas de vomitar.
Mi tío, el de la papada gigante, estaba colérico porque mi prima aún no había llegado. Cada vez que gritaba era como si un taladro me arrasara el cerebro. Sonó el timbre de la puerta. Era María, mi prima. Ella también tenía mal aspecto. Se sentó a mi lado mientras aguantaba en silencio la reprimenda de su padre.
—Hola— me saludó.
Incliné la cabeza a modo de saludo. María se quitó el bolso y la cazadora, y los dejó colgados en el respaldo de la silla. Al fijarme en ellos me faltó el aire. La resaca se me pasó de golpe. Reconocería aquel bolso negro con la pegatina de Snoopy en cualquier parte.
[MERCEDES MONCAYO]
LA RÉPLICA
—Cuando abrí los ojos me di cuenta de que estaba en la catedral. Me detuve un momento para pensar cómo había llegado allí. Entonces recordé el tedioso desencuentro con mis apuntes de estadística descriptiva, mi furtivo y refrescante paseo por la calle Mayor, y mi decisión precipitada de entrar, de colarme casi de manera clandestina por la puerta lateral de la nave principal.
—¿Es usted una persona religiosa?
—En absoluto —contestó Marina—, siento un gran respeto por todo lo religioso, pero ninguna devoción.
—El caso es que cuando me vi allí no pude dejar de dar vueltas a eso… a mi problema. Creo que pensé que tal vez allí encontraría la tranquilidad necesaria para poder afrontar aquello con serenidad. Recuerdo que en el interior de la catedral hacía frío. El ambiente era mohíno y oscuro, el rostro de las figuras religiosas severo, reflexivo. El tiempo estaba quieto. Pero sobre todo recuerdo el frío, un frío estremecedor.
El hombre tomaba nota de manera precipitada y asentía a cada poco. Cuando Marina se detenía entre indecisa y consternada la invitaba a proseguir con un leve gesto en la mirada. Cuando ni siquiera eso la sacaba de su silencio la increpaba con un tono de voz suave y directo.
—¿Recuerda cómo se sentía?
—Creo que un poco aturdida por la situación. No sé… era como si alguien me hubiera llevado allí, ¿sabe? No pisaba una iglesia desde el día de mi confirmación. Al rato me di cuenta que me había quedado sola, que se había hecho tarde y que no me apetecía nada seguir allí dándole vueltas a eso. Así que miré la imagen del Cristo que está en la capilla y, a sabiendas de que nadie me oía le dije con cierta sorna: «A ver si la próxima vez me echas una mano, ¿eh?». La verdad es que ahora me sorprende que yo dijera eso. Me sorprende pero lo hice y ya está. Justo entonces escuché un sonido cercano, me sobresalté un poco. Al momento noté la vibración en mi bolso, era mi propio móvil. Un Whatsapp. Era Dios, que estaba conectado y me daba la réplica. Me reí de mi propia broma. Me hizo gracia. Me incorporé para irme y fue entonces cuando lo vi. —Marina tragó saliva indecisa—. Vi que se había soltado las piernas y uno de los brazos. Vi cómo se soltaba el otro y bajaba ágil del madero. Depositó la corona sobre el primer banco de la capilla y con un gesto torpe se tocó la frente como si notara un alivio inmediato y se acercó a mí. ¿Sabe? Increíblemente yo no estaba asustada ahora que lo pienso y… bueno, pues me parece algo increíble. Yo bajé la cabeza y apreté los dientes esperando un collejón detrás de las orejas, un castigo por mi impertinencia. Pero en vez de eso noté una mano huesuda y enérgica tocándome el brazo. Alcé la cabeza y me habló: «Marina, tranquila, tranquila». Es todo lo que dijo.
—¿Y entonces fue cuando se despertó?
—Sí, me desperté abrazada a mi bolso en el primer banco de la iglesia con mi móvil sonando a todo trapo. Luego me dijeron que me habían estado llamando durante media hora pero que no lo cogía. Ni siquiera lo oí.
—¿Ha vuelto a verlo?
—¿Volver a verlo?
—Sí, en cuadros clínicos como el suyo las alucinaciones pueden producirse tanto en episodios de sueño como en la vida real. Tal vez eso la confunda al principio.
—Pero doctor, ¿por qué me sucede esto? ¿Me estoy volviendo loca?
—La narcolepsia no es un trastorno psiquiátrico, es una enfermedad del sueño. No se conocen las verdaderas causas. El desencadenante puede ser cualquier situación de estrés. ¿Está últimamente bajo presión?
—La estadística descriptiva me trae de cabeza pero jamás pensé que pudiera llegar a esto…
De repente la atmósfera de la consulta se tornó sombría, el rostro del doctor severo y reflexivo. El tiempo dejó paso a un vacío incompleto, y ávido y desafiante se deslizó en el cuerpo de Marina un frío estremecedor.
***Asistentes al curso «Ser narrador» (2015/2016) Obra Social Ibercaja, Logroño (La Rioja)
11 de julio de 2016
«Ser narrador», 1974, 1983, 1986, Aragón, autor invitado, España, La Rioja, Logroño, narrativa, Obra Social Ibercaja, Teruel