…y también seremos habitantes de una noche en que se fundirá la infinitud de todo lo creado, el temor del momento preciso, la fiel memoria de lo no ocurrido
[RODRIGO GARDELLA]
LEYENDO A BORGES
Los rayos del sol parecen tallar con luces y sombras tu cuerpo de mármol, blanco y terso. Boca abajo, los brazos aferrados a la almohada, las sábanas enroscadas en tus piernas, estorbando. Desde hace rato busco alguna imperfección para confirmar que no se trata de una ilusión. ¡Hasta la cicatriz es armoniosa! Podría permanecer el día entero contemplándote, pero no quiero que se enfríe el café. Te despierto con unos golpecitos en la espalda.
Te quitás el flequillo de la frente, examinás la habitación como si no reconocieras el lugar y te alterás al ver la mesa servida para dos.
—¿Alguien más sabe que estoy acá?
Niego con la cabeza.
—Es muy arriesgado —me explicás y te bebés el café de un sorbo, sin azúcar ni leche.
—¡Qué importa después de lo de anoche! —celebro.
—Me envió la Viuda.
Se me hiela la sangre. Y en ese momento me doy cuenta. Lo entiendo todo, pero ya es tarde para arrepentirme.
Caminás hasta la ventana cubriéndote la desnudez con la sábana. Te quedás allí, eclipsando la claridad de la mañana con tu cuerpo.
—¿Qué recuerda de anoche, profesor? —me preguntás con una mirada filosa.
La distancia desaparece. La sábana no alcanza para disimular la verdad.
—Recuerdo que te presentaste en mi hotel y me dijiste que tal vez nos conocíamos de algún lado, que querías enseñarme la ciudad. Tu cara me resultó familiar, aunque no sabía de dónde. Acepté porque no tenía nada que hacer, pensando que sería algo rápido. Primero me llevaste al centro histórico, reconstruido después del último terremoto y lleno de turistas. Me preguntaste qué me parecía y yo te dije que no encontraba nada especial, que todo se veía demasiado artificial. Te pregunté si eras de acá porque no quería ofenderte con mi comentario y respondiste que no, que venías del sur. Luego me propusiste saltarnos el circuito turístico para mostrarme algo verdaderamente especial. Te dije que me parecía bien y comenzamos a caminar por una calle que se fue haciendo cada vez más estrecha y terminaba en una puerta pequeña. Tuvimos que agacharnos para entrar. El lugar estaba iluminado con una luz ambarina, tenue y molesta, y había mucha gente riendo. Pediste una jarra con la sidra típica de la región e insististe en que debía probarla, que podía beber todo lo que quisiera porque era muy liviana. Me confesaste que tenías quince años y yo no te creí. También te dije que no tenía hambre, que había cenado en el hotel, pero que podías comer algo si querías. Con la sidra está bien, dijiste y comenzaste a contarme la historia del lugar, historia que me pareció aburrida pero que por educación no quise interrumpir. Entonces me revelaste que lo especial de ese lugar estaba en el baño de caballeros. En una de las letrinas había un Aleph. Quise saber si lo habías visto. No, no lo habías visto porque te atemorizaba una visión total del universo, además tenías internet. Yo te dije que a mí sí me interesaba y te pedí que me acompañaras al baño. Es allí, me indicaste. El habitáculo era lúgubre y las paredes estaban llenas de grafitis pero eso era lo de menos. La única manera de verlo, agregaste cerrando la puerta, era metiendo la cabeza dentro de la letrina y tirando la cadena. Recuerdo que te dije que en esas condiciones yo también prefería internet y te invité a tomar un trago en el bar del hotel. A esa hora, el bar estaba vacío y el barman le sacaba brillo a las copas. Un pianista interpretaba una pieza lánguida. Te dije que el ambiente me ponía nostálgico y que la nostalgia era un sentimiento peligroso. Más peligroso es el amor, rebatiste, y con lágrimas en los ojos me confesaste que estabas enamorado de una mujer de cincuenta y ocho años, enferma de cáncer. Seguidamente te pregunté si querías pasar la noche conmigo. La habitación era amplia y no convenía que te marcharas solo, después de haber bebido tanto. Agradeciste la invitación, estrechando mis manos entre las tuyas, y me dijiste que lamentabas que el tiempo no fuera infinito porque el tiempo que no pasabas con ella no lo recuperarías jamás. No me pareció digno insistir. Recuerdo que llegué a mi habitación con un sabor amargo en la boca y sentí mucha tristeza al darme cuenta de que si no te volvía a ver me iba a costar recordar tu cara. Después llamaste a la puerta. Traías los puños cerrados y los ojos pequeños de ¿tanto llorar? No habías sido capaz de encontrar la salida del laberinto, me explicaste, y yo te dije, sin maldad, que tal vez no existiera una salida, pero de anoche —hago una pausa para ahuyentar el reflejo del metal—, de anoche no recuerdo nada.
RODRIGO GARDELLA. (Buenos Aires, Argentina, 1973). Abogado por la Universidad de Buenos Aires (UBA). Desde 2004 vive y trabaja en Alemania. Fue uno de los miembros fundadores de Dámaso y los demás, grupo de trabajo que funcionó entre 2009-2013 con el objetivo de estimular la interacción y creación literaria en español. Ha participado en numerosas lecturas, entre otras en la Feria del libro de Frankfurt 2010 y en varias ediciones de la Semana Latinoamericana (Universidad de Frankfurt – Campus Westend). Algunos de sus cuentos fueron publicados en revistas virtuales como Nagari y Narrativas. Es autor de los libros: No te va a doler / Es tut gar nicht weh (2011, Stuttgart), antología bilingüe de relatos (español-alemán), e Historias sobre una duda constante (2014, Madrid), también de relatos. En 2015 dirigió el cortometraje Despertar, basado en uno de sus cuentos.
25 de mayo de 2016
1973, Alemania, Argentina, autor invitado, Buenos Aires, Frankfurt, narrativa
25 de mayo de 2016
Excelente cuento; como siempre tu narrativa es atrapante y dan ganas de seguir leyendo más. Abrazo
Ricardo