salir al encuentro de uno mismo dentro del laberinto que una vez instalamos en la cotidianidad para descongestionar la duda, para eximirnos del miedo
Al principio me molestó mucho estar aquí. Sobre todo porque no me consultaron. Después de una breve reflexión, sin embargo, decidí que ésta era mi mejor opción. La sala que me ofrecieron es limpia, silenciosa y tranquila, muy tranquila. Aquí nadie vendrá a incomodarme. Además, dispondré del tiempo como quiera. Y, en este momento, mi mayor deseo es contar lo que me pasó. Necesito hacerlo, si no se me va a quedar trabado en la garganta. No me importa que no me entiendan, que no me crean, sólo quiero que conozcan mi verdad. Si alguien me está leyendo significa que logré mi propósito. ¿Qué fue lo que ocurrió? Aquel día había comenzado como cualquier otro.
Recuerdo que al salir de casa me sentía bien. Había verificado las cerraduras unas quince veces, pero eso era lo normal, no era motivo de inquietud para mí. Bueno, la verdad es que no fueron quince, fueron dieciséis. Lo digo porque con eso de los números no me pierdo, si digo catorce se puede tener certeza de que fueron catorce, ni una más ni una menos. Las tres cerraduras estaban con doble llave. Mientras andaba sentí cierta inquietud, una sensación de que las personas me miraban de forma extraña. La voz me lo confirma: «Al fin te diste cuenta de que te están siguiendo». Después de su aviso percibí el taconear de una patoja atrás de mí. No me rebasaba ni me dejaba adelantarme. Cambié de acera. Para qué, sólo para constatar que ella hacía lo mismo. Cuando me disponía a darme la vuelta para encararla y preguntarle por qué me seguía dejé de oír sus pasos. Me volví, había desaparecido.
Más tarde me marché del consultorio de Ariel, el terapeuta, de la misma manera en que había llegado, puntual. No acepto atrasos, ni míos ni de él. Si llega tarde es su problema, yo salgo a la hora convenida. Es una cuestión de respeto. Como siempre, también, conté las trece gradas y media que hace algunos años subo y bajo dos veces por semana. Lo de media es porque la última tiene la mitad de la altura de las otras. Veo los carros circular por la avenida y, sólo con la ayuda de la voz que conversa conmigo, logro evitar el conteo de las ruedas de los vehículos que pasan. Hice ese pacto terapéutico: abstenerme de contar o, en caso contrario, sólo tener derecho a continuar mi camino después de haber «fiscalizado» cien vehículos y saber cuántas ruedas totalizan.
Me concentro en mis pasos, acelero para no caer en la tentación, pero tengo cuidado de no pisar en ninguna línea. Ese es un hábito que adquirí de niño. Con mis hermanos nos desafiábamos: perdía quien pusiera el pie sobre más de un ladrillo, o quien no mantuviera el ritmo de un paso en la sombra y otro en la luz, por ejemplo. Ellos ya ni recuerdan esos juegos, yo aún los practico. Cuando pierdo una secuencia me siento muy mal, es una sensación de derrota que me paraliza. No tengo opción, debo regresar al punto de partida y recomenzar el trayecto. A veces me trabo y no consigo salir de ese círculo vicioso. Ariel ya me propuso un compromiso sobre eso, mas no acepté, es demasiado para mí, sólo de pensar comienzo a sudar, se me enfrían las manos y tengo taquicardia. Quién sabe, algún día.
Hice el trayecto de siempre, unas cuantas cuadras en la avenida Independencia, crucé la calle Martí, seguí por la 11 avenida hasta la 1ª calle, allí doblé a la derecha, saludé a Isabel la Católica en su parque. En la 7ª avenida anduve una cuadra hacia la derecha, para luego subir por la 2ª calle. Al pasar frente al bar Granada mi corazón se aceleró. Allí estaban mis cuates, se disponían a entrar. Corrieron hacia mí, me abrazaron, me hicieron mil preguntas y, por fin, me conminaron a acompañarlos. Ellos saben que no chupo, no puedo. El guaro me saca de quicio y si comienzo debo saber que perderé el equilibrio y que haré un montón de asnerías. «Pero Diego, si ya sabés que no queremos que chupés, lo del guaro es por nuestra cuenta, vos pedís un agua y le entrás a las boquitas», me dijo Juan, el más entusiasmado con el encuentro. Jaime, David y Mauricio lo secundaron. No pude negarme, al fin y al cabo son mis cuates del alma. Aprensivo miré el reloj, no quería perder la hora de llegada a casa. «No vengás con que tenés compromiso porque nadie te va a creer», afirmó David, enfático, mientras me ponía la mano en el hombro y me conducía hacia adentro.
No me gustó que hubiera tanta gente en el bar. Busqué un lugar que me permitiera saber si alguien me vigilaba. Desconfié de un par de tipos y de tres patojas. «Qué manía de controlarlo a uno —pensé, mientras trataba de distraerme contando los tragos que cada uno de ellos se echaba—, será que no tienen otra cosa que hacer, ¡qué carajos!» Pero lo que me distrajo un poco fue la plática con mis amigos. Los quiero y sé que me quieren. En esas se me pasó el tiempo. Cuando vi el reloj sentí una especie de vahído, me faltó aire. Mauricio lo nota de inmediato: «¿Qué tenés, mano?», dice asustado. «No es nada, muchá», respondo en un vano intento de tranquilizarlos, de restarle importancia a la cosa. No quería que hablaran de mí cuando me fuera, porque era eso lo que debía hacer y rápido. «Es que necesito irme.»
Camino tembloroso por la calle, quiero llegar a casa. Me urge. Tengo una sensación de vacío, de que me falta algo. Es inexplicable. Acelero el paso. No quiero que nadie me vea, ando muy cerca de las paredes, quisiera ser una sombra. Veo mi casa desde la esquina. Me espera plácida pero eso no me quita la sensación de desasosiego. No sé si pasó una eternidad hasta estar dentro o si fue tan rápido que no me di cuenta de cómo había entrado. La máscara nigeriana que queda al lado de la percha de la entrada estaba inclinada. Mi corazón dio un brinco, qué digo, un salto triple. Tengo certeza de que la maceta con el cuerno de alce que dejé en ángulo recto con el aparador, está fuera de su lugar. De manera automática llevo la mano hacia uno de los bastones de mi colección y escudriño las escaleras y sus nueve peldaños.
Tomo un baño de adrenalina, creo que hay alguien arriba. Cuento los pasos mientras subo, aprieto el puño del bastón hasta sentir que la mano se me pone blanca de tanta fuerza. La luz de mi cuarto está apagada, pero hay un tenue resplandor que parece venir del clóset. Paro, respiro hondo, pienso en bajar de nuevo y telefonear a la policía, pero me contengo. Estoy con mucha rabia, nadie tiene el derecho de irrumpir así en mi intimidad. «Soy capaz de resolver eso solo», me digo, y vuelvo a concentrarme. Mis sospechas se confirman, oigo un rumor de gaveta que se cierra. Quiero sorprender al invasor, me adelanto. Le daré una lección. Al avanzar tropiezo en el puf que está cerca de la puerta del clóset. Un haz de luz que se mueve denuncia su presencia. Se asoma. Antes de tirármele encima veo su rostro y constato con estupor que el intruso soy yo.
11 de diciembre de 20151950, Belo Horizonte, Brasil, Brasilia, Guatemala Ciudad, narrativa
11 de diciembre de 2015
Muy bonita la historia o revelacion Carlos Arturo, mi vecino de la Avenida Elena “B” y 1a. calle zona 1 por mas de 40 años o menos tenés ese talento de la escritura,no sabía que eras escritor, mis respetos y saludos!!!
12 de diciembre de 2015
Maravilloso cuento. Profundo y humano de principio a fin; sin embargo vanguardista. Felicidades!