Te Prometo Anarquía

asumamos la urdimbre en su color elemental y habitemos vitrales en papel como atrezo de lo terrenal, lo concéntrico y lo póstumo

fernando vérkell

 

[FERNANDO VÉRKELL]

 

EL PREMIO NOBEL

A veces me pregunto cómo me verá la gente. He dicho públicamente que soy escritor. Ciertamente no uso boina, ni chalina, ni melena, ni libro-bajo-el-brazo, ni anteojos gruesos, pero aun así escribo. Puede que mal o sin estilo, puede que de manera mediocre, pero aun así escribo.

Viajo siempre acompañado de un libro. Hoy ha sido Plutarco; mañana quizá Emerson o Azorín; todo depende de la ocasión o de la emotividad del día; a veces no depende de nada. La vida del artista es impredecible.

No uso la obligada libreta del escritor, no estudio a mis personajes ni planifico una trama; simplemente dejo correr la pluma (no uso pluma pero se lee mejor) y nunca corrijo.

Hace algunos meses unos escritores famosos (y malos) declararon desierto un premio de por sí mediocre. Dijeron que en este país nadie sabe escribir cuentos. No sé; puede ser que ellos no sepan leerlos. Dicho sea de paso, no envié material a ese certamen; ellos no me han leído y tampoco saben escribir.

Quizá yo tampoco, pero ha sido grato pasear esta tarde, sin nada que hacer. Me senté por ahí, en la Plaza del León, y fumé cigarrillos mugrientos, mientras el otro mundo corría de regreso a casa. Acababa de llover y la ciudad olía a tierra húmeda. Vi hacia arriba y el cielo me pareció una superficie oscura, incapaz de albergarnos. Recordé entonces que en alguna parte del universo estás tú.

Cuando te vi por última vez estabas en Ginebra. Ahí librabas una batalla feroz contra el tiempo, te dibujé con lentitud en un tren, mientras Gabriel o Ricardo o Gonzalo o como se llamase en ese momento, te buscaba vagón por vagón con el cuchillo en la mano; recuerdo que dije que sobre tu frente patinaban dos reflejos de luz, y me arrepiento. Habría sido mejor decir que sudabas. Más es menos y el barroco está extinto.

No recuerdo qué pasó contigo en ese tren. Por alguna razón no acabé el relato. Me pasa seguido: empiezo a borronear y describo largamente una terraza japonesa o un baúl inglés, y luego, cuando mis personajes salen a escena, me quedo mudo y no sé cómo redondear la historia.

La última vez que pudimos hablar, caminábamos a orillas del Ebro y llevabas un diente de león en la oreja; yo caminaba extasiado: por fin estabas ahí. Dibujé una tarde gris; unos chicos corrían y jugaban y reían; nosotros íbamos absortos, sin distinguir a nadie. “Solo los ciegos han visto el cielo con los ojos cerrados”, dije y sonreíste. (Ninguna literatura es buena, si no es patética.)

Cuando chico, me gustaba llenar papeles y escribir poesía. Le prestaba especial atención al sonido de las palabras y no sabía de la existencia de las metáforas. En una de las muchas mudanzas me despedí de esos adefesios. Entonces apareciste tú.

Hemos jugado con el tiempo; te has vuelto maestra, turista, amante, pescadora ahogada en Cuba, argentina perdida en Buenos Aires, inmigrante; te has llamado Sunny, Andrea, Maddie, Mary Jane Kelly…

De todos modos, nunca podré escribir sobre ti como quiero; pero te veo, a veces, cuando camino un poco loco y borracho; creo reconocerte del otro lado de la calle y corro…

Ya adivinaste, ¿no es cierto? Este es un relato sin moraleja; experimental como decía Ionesco. Solo que sin aptitud. Y es que sí: he intentado una novela sobre un loco que alucinaba en una cárcel; he publicado un libro de cuentos sobre nada, sin identidad y desierto; he escrito muchos poemas enjaulados, pero la verdadera literatura se me escapa, porque aún busco, porque el círculo no es círculo y mi amor no es mío; y las zorras corren en el campo y yo no puedo incendiarles la cola; porque Bucéfalo todavía corre en busca de Alejandro; porque es fácil escribir sobre Tánger en Tánger; porque miles de rusos o de polacos boxeadores no han llegado hasta nosotros y francamente no queremos; porque ya no alumbra el luzbel de agua lumbre y podredumbre sobre la muchedumbre; porque me falta técnica y me sobra talento;
pero, especialmente,
no encuentro lo que busco
porque lo he perdido ya
en una ficción perenne.

 

FILÓSOFO

Me imagino que mucha gente lee obras de ficción puesto que no tiene nada más que hacer. Leen por placer, y está bien que lo hagan, aunque gentes diferentes buscan al leer diferentes tipos de placer. Uno de ellos es el placer de reconocerse.

W. S. Maugham

 

La biblioteca de Filósofo es enorme. Dada su manía por el orden y el rigor, ha clasificado los estantes por género, autor, título, edición y calidad literaria. Los lugares superiores están destinados a libros no-tan-buenos, ya que es menos fácil llegar a ellos. Las obras que Filósofo siempre relee están sobre la mesa, cerca de los cigarrillos.
Sobre esa mesa Filósofo ha desarrollado la ideología literaria más importante del siglo.
Podemos verlo ahora, si gustan, sentado en el alto sillón, grisáceo y viejo, mientras fuma tabaco y lee; su barba gris y sus grandes anteojos le dan un aura irreal: como de viejo búho pensador.

La vida de Filósofo es un lugar común.

Afuera llueve.

Mientras inhala el sagrado respirar de los dioses ―como alguna vez escribió― Filósofo piensa y analiza las palabras que acaba de leer.

Filósofo lee a Basho.

La tempestad de invierno
se escondió entre los bambúes,
y amainó en silencio.

Filósofo sabe de qué está hablando Basho; pero en el fondo lo sé, se dice a sí mismo, ya que exteriormente el sino de la poesía no puede ser revelado; la enorme y larga literalidad del poeta se encoleriza y sufre. El invierno japonés es cruel, pero el de mi país es rapaz: llueve durante días seguidos y toda la basura ―la literal y la literaria y aun la humana― flota por las calles estrechas, como las sendas de Oku.

Después de reflexionar de manera tan compleja, Filósofo se siente satisfecho.

Acaba el cigarrillo y enciende otro.

Filósofo se pasa el día así: lee, reflexiona, lee más, fuma, duerme y vuelve a leer.

Ahora, la pregunta que cualquier lector despreocupado se hace no tiene más que una respuesta: no, Filósofo no ha escrito una sola línea en años.

No necesita hacerlo; su poética es importante, más que cualquier otra. Filósofo cree, como Herbert Quian, que la literatura crece y se multiplica en cualquier lado, incluso hasta en los libros.

Por eso lee, pero nunca escribe.

Kandinsky (no confundir con el pintor) viene a veces y charlan sobre música y literatura.

Blas Kandinsky teme que Filósofo amanezca un día muerto, soterrado bajo El llano en llamas o la edición del Teatro completo de Brecht. Además, cuando eso pase, Blas vaciará silenciosamente la biblioteca de su amigo. Ambos lo saben y cada día es una pugna por ver quién gana.

Hasta ahora Blas se ha llevado a casa los libros que Filósofo aborrece.

Hay otro detalle: Kandinsky escribe y, hasta donde sé, Filósofo es su primer y único lector.

A Filósofo le parece bien que un joven con un apellido singular escriba. También cree que Blas es bueno y opina que sus ejercicios narrativos alguna vez serán novelas extensas y complicadas, pero no le parece correcto decírselo; eso sería alimentar el ego de Kandinsky.

Kandinsky lo sabe y eso engrandece su ego.

Un par de semanas después de Año Nuevo, Filósofo y Kandinsky se reunieron por última vez. La casa de Filósofo estaba totalmente a oscuras; el viejo dormía. Blas abrió la puerta y contempló el busto de Tiberio, que aterrorizaba a los chicos; y en lo más alto de la repisa, el cuervo disecado que evocaba a Noé y a Poe; detrás de la pared estaba la daga islandesa que Filósofo se había robado del Metropolitan, y el Spagnoletto, sombrío y cruel, regalo de Jean Baquetoir. Blas admiraba ambos tesoros; tomó la daga, rasgó el cuadro y se dirigió a la habitación del viejo, que despertó sobresaltado.

Tal y como Kandinsky imaginó, Filósofo, antes de sentir el frío óxido del arma homicida, no pudo comprender cómo el joven escritor había relatado con tanta gracia su vida y obsesiones, y su posterior y futuro asesinato.

 

20 de febrero de 2015
1989, Guatemala Ciudad, narrativa

¿algo qué decir?