durante el recorrido terrenal el alma se desvive hasta alcanzar el encuentro con el desahucio mismo, con el ocaso victorioso… grumos de vida que atragantan
[LEO DE SOULAS]
LOS OJOS DE LA MUERTE
“… en la cuna del hambre mi niño estaba… “
Aquella tarde de septiembre era gris, tan opaca como el perlado reflejo de la acera desvencijada que refulgía a causa del aguacero, ahora reducido a una concomitante llovizna. Unos pasos inseguros avanzaban entre el plomizo charcal. Una poza por allá, otra por acá y unos zapatos viejos, raídos y abiertos dejaban asomar como lengua sedienta un mugroso calcetín. Así avanzaban estos remedos de calzado mientras chapoteaban sobre el agua sus pasos cansados. Pisadas que, por momentos, parecían sucumbir para volver a tomar fuerzas. La monótona brizna seguía salpicando las pozas, que aprovechaban el más ínfimo recoveco de la quebrada topografía urbana para manifestarse. Porque al fin, un cráter, como una obra de arte, solo existe gracias a la forma en la cual está contenida.
El dueño de esos pasos era un jovencito, que bien habría podido tener familia en las zonas marginales aledañas a la Bethania, en los barrancos de la Limonada o en los asentamientos del Mezquital, pero que desde hacía mucho ─no recordaba, con exactitud cuántos años ya─ había escogido como vivienda las esquinas sombrías de ese fantasmagórico de Centro Histórico, que se erguía decrépito entre viejos caserones y edificios, los cuales conservaban apenas algo del buen gusto y el orgulloso desdén de la neoclásica capital reformada por el General Barrios y embellecida por el otro militar Barrios. Ahora, el centro, como se le recuerda con cariño por los viejos y con desprecio por los jóvenes, está convertido en una ratonera de delincuentes y prostitutas de la peor calaña; perdido entre el bullicio más vil de comerciantes ambulantes, quienes engalanaban la decadencia de aquellas calles con trazo monótono.
Este joven caminaba con la mirada perdida y sin rumbo. Su frente emanaba un sudor espeso y febril, confundido con el agua de la lluvia. De sus cabellos gruesos fluían riachuelos que serpenteaban su rostro cetrino, gotas de lluvia que se había entretenido haciendo cabriolas en sus encrespadas hebras, a fuerza de tanta suciedad acumulada.
Al mirarlo, los transeúntes se cambiaban de banqueta o por lo menos se bajaban de la acera en actitud de desconfianza o desprecio. En sus prisas por llegar temprano a casa, pasaban a su lado sin imaginar la forma cómo este muchacho los miraba, desde un mundo que no era este.
Hacía mucho tiempo que este joven había perdido todo tipo de contacto humano y esa tarde, miraba a las personas como desde el otro lado de una imaginaria puerta. Sus ojos suplicantes -acostumbrados de tanto suplicar un quetzal, una “choca”, un mendrugo, una sonrisa de comprensión, un abrazo de cariño- se despedían de las caras vacías e indiferentes, rostros recelosos y huraños que corrían para resguardarse de la llovizna o para treparse de una autobús atascado a punto de arrancar. Esos rostros los miraba como extraños, desde que había comenzado su carrera en las calles. Por eso, en medio de su agonía, sentía placer al ver aquellas caras deformes, deambulando para la eternidad.
Realmente se había sentido así, aislado y divorciado de toda la hipocresía que conformaba lo humano, desde que comenzó con el thiner; desde que él mismo se había convertido en un perro callejero, atento a devorar el primer desperdicio dejado por cualquier desempleado desconsolado, quien merendaba un “shuco” acompañado de su desesperanza en el Parque Centenario. Tantas veces había calmado así su apetito, despertando la lástima entre los que apenas estaban un poco por arriba de él en la escala de la miseria.
Entonces volvían a su mente, mitad de este mundo y mitad del otro, las escenas en el Parque Central, cuando de la niebla y de la nada salían los camaradas que compartían por un momento su pegamento, para volverse a perder en las sombras de lo oscuro. Pero nunca se daba cuenta de su partida, porque después de oler, comenzaba un viaje por el mundo ideal que había soñado, un mundo más humano y sencillo, entre seres tan deformes como él, quienes se hacían uno solo dentro de los brazos protectores de aquella bienhechora dama que lo acompañaba desde niño en la mugrosa champa de su infancia. Entonces, el frío de las primeras horas y la aspereza del concreto bruñido al pie de la fuente lo obligaban a volver a la realidad unas horas después.
Esa tarde, los recuerdos llegaban caóticos. Pero no había ni gesto de dolor ni de añoranza, era una profunda indiferencia. Era la apatía de haber acumulado toda la miserable experiencia de la calle en una vida de dieciséis años que se consumía entre el sarcoma letal que rodeaba sus ojos hundidos. Entonces se vio, como si fuera otro, trotando a sus escasos trece años por callejones a la espera de un descuidado a quien le pudiera robar.
No recordaba un rostro, pero sí llegó a su mente el esbozo de unas manos pequeñas y femeninas, al mismo tiempo ásperas como lija, que alguna vez le regalaron algo de ternura, parecida a la que una vez había recibido de los brazos de una mujer, de quien tampoco recordaba el rostro, pero que en algún momento —lejano de su vida— lo había cobijado mientras el viento, durante las noches de noviembre, hacía temblar las paredes improvisadas de latón en la champa que fue su primer hogar. Un lugar donde, inocente, se creyó feliz y protegido; un espacio tan lejano, que parecía venir de otra vida.
El recuerdo —más que eso, la evocación táctil— de esas manos finas y de la silueta que lo había arrullado fue la única manifestación de amor que había recibido al guarecerse entre los mendigos anónimos que se apilaban en el Portal del Comercio y que, en conjunto, formaban la enorme costra de mugre que parecía carcomer esta aletargada construcción histórica. Esa sensación, que había percibido aislada entre la vorágine de sus correrías nocturnas, sólo era comparable con un delicioso baño de agua caliente en el que flotaba despreocupado.
No le importaba de dónde había venido tal ternura. En realidad, entre todos esos cuerpos anónimos no existían diferencias. Todos juntos formaban un gran despojo, las piltrafas, los residuos, la mierda humana personificada, el desecho de quienes tienen el poder de dar un plato de comida o una miseria de dinero para comprar pegamento.
Pero esa tarde, que muy pronto se iba haciendo noche, aquellas humillaciones eran apreciadas con el distanciamiento de quien ha vivido estos momentos en una pesadilla. Al final, ¿qué es el pasado?, ¿una ilusión?, ¿qué eran sus recuerdos en comparación con el hambre, el frío, los golpes y la carencia de afecto, que todavía seguía siendo su mísero presente? ¿Qué era el hambre, el frío, los golpes y el desamor en comparación con la carencia de pegamento en sus pocos momentos lúcidos?
Trastabillando fue a caer de bruces entre un charco fangoso. No tuvo fuerzas para levantarse. Entonces vino a su mente la vez en que lo acusaron de ladrón. Sólo recordó el montón de personas que le gritaban, lo pateaban y le escupían a la cara, acusándolo. Sabía que había robado algo de un canasto de esos tantos que se colocan a lo largo de la Sexta Avenida, durante los días concurridos cercanos a la Noche Buena. Sabía que lo habían corrido y en la esquina de la Plaza Vivar lo habían alcanzado. Pero lo que había llegado con claridad era la lluvia de golpes y vituperios de aquel conjunto extraño de caras que, luego de descargar toda su frustración, se marcharon, dejándolo medio muerto en la acera.
Con mucho esfuerzo y agarrándose de las paredes se volvió a incorporar. Llegó, entonces, un intenso mareo y una sensación de desvanecimiento, como si sus células se fueran separando unas de otras de manera dolorosa. Tras esto, una sensación de debilidad escalofriante, que apenas le daba fuerzas para parpadear. La crisis comenzó con un temblor de todo el cuerpo que lo hacía estremecerse, mientras se enroscaba al pie de la puerta frente a la cual se había caído. El dolor de las extremidades era tan intenso, que sentía desgarrarse y le arrancaba hasta el último aliento. Lo único que pensaba, desde que le habían comenzado esas crisis algunos meses atrás, era en el final. ¡Y deseaba tanto que ese fuera el final! Pero siempre había algo más allá.
Por momentos emergían, de entre las sombras, figuras fantasmagóricas de demonios que lo atormentaban, mientras el calor natural de la fiebre lo consumía. La verdad es que esas visiones no eran del todo desconocidas. Tantas veces las había visto bajo los efectos del thiner y, en sus momentos lúcidos, cada vez menos frecuentes, tenía tiempo para pensar que esas imágenes eran el justo castigo por su maldad al cambiar una familia por la calle y el solvente. Pero qué podía hacer, si aquellos viajes con el pegamento le hacían olvidar por completo los golpes de un padre ebrio, que más de una vez lo había manoseado. También lo hacían olvidar el pegadizo lodazal que se amelcochaba en sus pies cuando, en las noches de lluvia, abandonaba su cama plegadiza con colchón de paja para buscar un mugroso recipiente que hacia las veces de orinal en el otro extremo de la habitación, que era comedor, cocina y dormitorio a un mismo tiempo.
Lo que nunca olvidaba, lo que siempre aparecía en sus sueños y alucines era la imagen de aquella dama, bañada por la luz de la veladora en un rinconcito de la champa. Cuando era golpeado o maltratado se sentaba a contemplar sus brazos abiertos, como invitándolo a fundirse en un abrazo de consuelo, para llenarlo de ese tibio halo que la rodeaba. Entonces, lograba enjuagar sus lágrimas, tras el prado de delicias y felicidad que había detrás de esa sonrisa.
Pero estas breves alucinaciones, mezcladas con aquellos episodios de su primera infancia, en vez de perderlo en el olvido, como solía hacerlo el thiner, ahora lo sacaban a flote de su triste realidad, de la familia que había abandonado y que lo había olvidado, de la inmensa maldad que, sin duda, había dentro de su propia naturaleza, de su remordimiento, de su culpa y de su miseria. Las alucinaciones, que antes eran sus aliadas, ahora también estaban en su contra.
Una lágrima rodó por su mejilla y una sensación de pesada derrota lo fue invadiendo. Entonces, pensó en abandonarse a sí mismo, allí donde estaba en esa banqueta. Pero la sed hizo acto de presencia, era tan intensa, como antes había sentido la necesidad del thiner. Comenzó a lamer el primer charco que encontró hasta quedar completamente saciado. Esto le dio nuevas fuerzas y recordó de nuevo a la dama de mirada cándida que siempre le daba consuelo.
¿Quién era esa extraña mujer que parecía comprenderlo y aceptarlo? Esa fue la única imagen que se convirtió en obsesión. Su mirada tranquila y tierna lo acompañaba en sus viajes. Hasta creyó verla transfigurada en el agua de la fuente del Parque Central, en aquellos días que deambulaba y exhibía sus miserias por aquel lugar. Pero ella siempre se le hacía tan fugaz. Cuando estaba a punto de tocarla, con sus manitas mugrosas, desaparecía.
Entonces, como súbito chispazo, le brillaron los ojos. Recordó la vez que pasaba frente a la Casa Central y una inesperada descarga experimentó en el corazón, cuando, desde la acera, observó imponente la figura de su amada dama protectora, su Virgen de la Medalla Milagrosa, quien —otra vez— le abría los brazos en señal del más puro amor universal. Intentó entrar en aquel amplio salón, donde los rostros deformes pronunciaban una sarta de palabras que no entendía, porque estaba tan alejado de lo humano. Pero en su camino al altar, pronto se vio echado como un perro sarnoso. Desde entonces, pasaba todos los días por allí, pero siempre miraba las puertas cerradas. Esas herméticas puertas que mantenían cautiva a mujer siempre permanecieron inamovibles. Eso, hasta que se dio por vencido y renunció a la idea de volverla a ver, convencido de haber perdido el bien más valioso que le dio la vida. De eso habían pasado más dos años.
Ahora, cuando presentía su fin, su instinto lo llevó a las mismas puertas hieráticas, quizá con el deseo íntimo de pasar el trance que presentía ante la presencia de la dama que era todo amor. Se sentó a esperar, con una mirada de lince, que sigiloso examina cada movimiento de su presa. Aprovechó el hueco de un grueso muro para resguardarse del frío. De pronto, un hombre en bicicleta tocó en una puerta pequeña del edificio, cercana al salón. Una señora atendió el encargo de pan y volvió a cerrar.
En medio del torbellino febril de sus pensamientos que se precipitaban al fin de una vida, fue capaz de tener una idea intrépida. Esperó unos quince minutos y se animó a tocar. Nuevamente salió la monja:
—¿No tiene un pan que me regale?
El escrutinio de la monja lo hizo pensar que sólo lograría un ventanazo en la nariz. Pero para su suerte, tras un breve “Espere un momento”, la descuidada monja se retiró y dejó la ventanilla abierta. El muchacho logró introducir el raquítico brazo por la ventana y se introdujo al recinto.
Tras dejar la puerta como estaba, se deslizó entre los corredores. Después de un par de errores de cálculo, logró llegar al salón en el cual se encontraba su amada dama, con quien quería compartir su último momento.
Se durmió un momento y soñó. Durante ese letargo —tal vez el más delicioso de su vida— percibió de nuevo manos finas sin rostro que lo acariciaban y se sintió flotar en medio de aquel baño de agua tibia. Miró el rostro de su madona, quien le había dicho que en esa casa se podía alcanzar la paz.
Entonces despertó de manera abrupta. La oscuridad había devorado la luz del día, desde un par de horas antes. El temblor del cuerpo era incontrolable. Los escalofríos descendían a lo largo de la columna. La vida se escapaba en cada uno de ellos. Su cuerpo se devanaba en movimientos convulsos y todo comenzó a girar a su alrededor.
¿Cómo podían esas caras, desde sus urnas, mirarlo así? Lo juzgaban con sus miradas severas. Lo condenaban. Entonces, buscando un consuelo, volvió a ver el rostro de su amada madre. Pero en respuesta, ella le lanzó un escupitajo.
De la oscuridad salió un hombre de cabello largo, arrastrando una cruz. Sus ojos eran dos bolas blancas, sin iris e inyectadas de sangre. Aquella mirada lo fulminó. Tiró la cruz y se acercó, cada vez más, hasta mostrarle unas heridas gangrenosas y purulentas que tenía en sus muñecas y tobillos. De estas heridas se reproducían sendos gusanos que se comían la piel. Entonces, los gusanos comenzaron a salir de las heridas del torso, de la sangre que circulaba por la frente, de la nariz, de la boca, de los ojos. Fueron estos mismos bichos los que empezaron a trepar por el cuerpo del adolescente. Mientras las sanguijuelas lo invadían, aquella virgen bañada en una luz áurea se reía con burla y recitaba los siguientes versículos de la Biblia.
Bienaventurados los que lavan sus ropas, para tener derecho al árbol de la vida, y para entrar por las puertas en la ciudad. Mas los perros estarán fuera, y los hechiceros, los fornicarios, los homicidas, los idólatras, y todo aquel que ama y hace mentira.
Apocalipsis, capítulo 21, versículos 14 y 15
A la mañana siguiente, la policía tomaba las declaraciones de las hermanas de la caridad. Nadie se explicaba cómo aquel niño de la calle había aparecido muerto en el altar mayor. Los médicos no tardaron en reconocer el sarcoma como causa del descenso. Sus ojos habían quedado abiertos y aterrados por el rostro de la muerte que habían visto. Pero más aterrorizados aún, por el rostro que la vida le había dejado.
*Tomado de Al borde del precipicio (Letra Negra, 2012)
20 de noviembre de 2012
1971, Guatemala Ciudad, narrativa