el destino se va hilvanando con jirones sustanciosos de existencia cuando el fuero interno se desnuda, ataca y desflora al inconsciente
[JULIO FLORES H.]
DULCE K***
La dulce y preciosa K está otra vez frente al espejo. No es el espejo donde se miró esta mañana para acomodarse el cabello cuando estuvo lista para ir al trabajo, no, esta vez está de verdad frente al espejo que es un cuento que un torpe caballero acaba de escribirle.
El espejo está allí en la computadora, y ella se observa a sí misma con todo y ojos, porque cuando está en el otro espejo no se fija nunca en ellos. Cuando está en el otro espejo, los ojos le sirven para ver todo lo demás menos los ojos. Y los ojos son los que el caballero torpemente está describiéndole y ella por fin se está observando con esa precisión que sólo tendría si ella fuera capaz de salirse de sí misma y mirarse como un voyeur, que ya es decir, cómo es que él, desde hace un año, la mira.
El caso es que el caballero la mira con ojos de animal, con ojos de fiera ante su presa, con ojos de deseo incontenible como cuando hay una fruta y tenemos hambre y la fruta está pero tenemos atadas las manos y entonces la lengua se hace agua y el agua sale a borbotones por las comisuras de los labios y no hay cómo acercarse, no hay cómo comerse la fruta; la fruta no sabe, no intuye siquiera que tenemos ganas de comerla, de quitarle de un tajo la cáscara que la recubre y engullirla de un bocado, porque así comemos cuando el apetito apremia, cuando la fruta se ve deliciosa y el instinto ya no permite siquiera reparar en el color de las hojas, en el tallito que brevemente emerge de encima con un color que lo define maduro, listo para ser comido, que si se pasa el tiempo se va tornando marrón y la oxidación de sus partes internas van cediendo al oxígeno que les llegará tarde o temprano y corroerá su tiempo vital hasta que se verá enjuto, chupado diría él, como una pasa, como una fruta en conserva, como una naturaleza muerta en el pincel de un experto.
Ella no sabe, pues, que sus ojos son, a la vez que una ternura, un abismo que se abre ante él, que la mira desde lejos.
Y allí está ella, leyendo ese cuento que es la descripción de sus ojos. Y el cuento le cuenta que en sus ojos hay una dulzura, que es la muerte que se alcanza sólo en la cima de sus pechitos o en el abismo de su vientre, que la blusita roja de tiritas que se cruzan por la espalda y que ahora tiene puesta es la sangre que llega a las terminaciones nerviosas que ahora le provocan un resuello, la sensación de una caricia fantasma porque allí está él, viéndola desde la pantalla de la computadora, mirándola cómo se toca la punta de los pezoncitos que ahora crecen y se llenan alegremente como frutas maduras en boca de niño hambriento. Las piernas se han cruzado con disimulo; los piecitos, con todo y dedos, porque sí, cuando se trata de un piecito lindo las curvaturas de los dedos y el corte de las uñas resaltadas con esa pinturita french hacen lo suyo para la psiquis del espectador que ahora los contempla. Así que los piecitos, decíamos, hermosos ellos, muestran unas zapatillas que combinan con la blusa y con el calzoncito de satén y encaje rojo que ahora ha comenzado a humedecerse, mientras suena el timbre del recreo que ha llegado, porque los niños ya salieron corriendo, haciendo algarabía y la dulce K se levanta porque su obligación es darse prisa, tendrá que olvidar lo que acaba de leer y lo que le acaba de suceder. En el futuro se lo pensará dos veces antes de encender la computadora, pero eso será otro día, pues ahora debe acudir para cuidar que los pequeños no se lastimen en el patio.
HOMENAJE
A LdL
Ahí estábamos P, CR, MR —que andaba de paso—, L y yo, hablando sobre la escritura, sobre la voz interior o sobre algo que tenía que ver con la literatura, aunque no eran más que puras ideas vacuas sobre el proceso de escribir. La luz mortecina de La Puerta del Cielo, aquel antro del Centro ponía el toque metafísico a las palabras que todos aportábamos. Más de alguno tomaba ron, aunque los más aguardentosos llevábamos ya catorce litros de cerveza que no desentonaban para nada con la lucidez de la discusión. Que si la inspiración era por la musa, que si la musa era una mujer o si más bien era algún travestido bien disfrazadito de Brigitte Bardot, o que si a lo mejor la Virgen de Concepción de verdad era una puta. Mi lucidez por supuesto estaba ya en penumbra, sólo recuerdo que en ese momento L sugirió que el tipo de la mesa de la esquina le parecía sospechoso, nos veía con la malicia de un traidor. No se por qué, ahora que lo pienso, L tenía un cierto olfato para esas cosas, quizá los años de trabajo clandestino le habían dado ya esa cualidad como de felino.
—No jodás —le dijo CR—, ése es un pobre diablo que se las lleva de cantineador y viene todos los viernes a este mismo bar, ahí vas a ver, sólo se toma un par de superrubias, se levanta y se va.
—Por eso mismo —le dijo L—, este cuate es un oreja, mano, nos está espiando, ya van como ocho veces que nos voltea a ver y se nos queda mirando como con ganas de sacar la libreta y la cámara y tomar fotos y notas de quiénes estamos aquí.
Pensándolo bien, desde el ángulo en que yo estaba no distinguía bien al tipo de la otra mesa, apenas le veía el color blanquirojizo de la piel y el pelo medio canche, poco abundante, como el cabello de la gente del nororiente y el bigote de pistolero.
—No hay clavo, vos —dijo otra vez CR—, lo que pasa es que ya estás bien borracho y ya no distinguís, miralo, ya se está tomando la segunda, o sea que ya se va a levantar y se va a ir a la chingada; además, a lo mejor nos colabora con algo para la base, que ya poco nos falta para tocar la superestructura, no les parece —dijo mientras se servía el culito de la botella.
MR pidió otra ronda, y P dijo que ya se tenía que retirar, como en efecto hizo. La discusión ahora iba sobre la poesía, que si era porque la musa la poseía o si la soledad necesitaba compañía. Ahí fue cuando el tipo se puso de pie y pude verle los ojos, ahora no sé bien si grises o encanelados, una complexión típica del judicial acostumbrado a intimidar, un metro setenta quizá, nos miró e hizo como que se dirigía a la barra. Aunque la penumbra del lugar y mi lucidez reñían con la realidad creo recordar que tenía un aspecto como de alma en pena, como si la fatalidad estuviera llevándole al ocaso. Hizo ademán de pensarlo dos veces y mejor se dio la vuelta dirigiéndose a la puerta, por donde salió.
Asumo que todos pensamos que todo aquello no tenía la menor importancia cuando L dijo:
—Miren muchá, dejó algo en su mesa —y todos miramos hacia aquella esquina. Parecía un cuaderno, aunque por el tamaño más bien era una especie de libreta, de esas que usan las secretarias para tomar taquigrafía. L se levantó, raudo, y fue hasta la mesa de la esquina, tomó la libreta y salió también por la puerta en busca de aquel tipo sospechoso.
Nos quedamos esperándolo, porque aquella noche L no regresó. Unos días más tarde, P lo entrevistó para la revista Alero, ese célebre diálogo donde P le pregunta ¿qué es un escritor? y L le responde que éste es un tipo sumamente peligroso, por eso el que tiene el poder tiene que andarse con cuidado con el poeta, que es lo mismo que decir con el escritor, porque éste le observa, lo mide y luego, antes de que el poder tenga apenas el tiempo de reaccionar, el poeta lanzará su dardo mediante la palabra. Unas cuantas semanas después, el poder se llevó a L en una Panel blanca y luego, varios años más tarde, aquella libreta apareció junto al diario militar. Para nuestra fortuna, él ya había lanzado sus dardos y todas las puertas posibles habían quedado abiertas para seguir fabricando más dardos y más palabras, y más poemas.
TOCAR EL CIELO***
El instrumento debe colocarse de manera muy natural. No es necesario inventar acrobacias que atenten contra lo que natura concede de manera tan espontánea, como esos dos pechitos entre los cuales habrá de descansar el segundo punto de apoyo para el instrumento. Ha de ser hermoso separarlos con los dedos, a los pechitos, sí, hacer también con ellos al menos un punto de referencia en el maremágnum de delicias extraíbles tan solo de ese cuerpo. Hay que verlos para desearlos. Hay que ver ese alzamiento exabrupto que manifiestan cuando el instructor coloca el instrumento y sugiere el primer punto de apoyo que es el suelo, pues es un instrumento demasiado grande como para arriesgarse a dejarlo suspendido en el aire, puesto que su peso y sus dimensiones serían asimismo insoportables para esos bracitos tan poco desarrollados a los catorce años, que son los de esta niña que ahora está con el instructor.
No de balde, trescientos cincuenta años de alcanzar su máximo desarrollo interpretativo han dado al instrumento la capacidad viril de erguirse como triunfador en el registro mayor de los instrumentos de concierto, dando lugar a que algunos hayan llegado a pensar que su nombre se traduce al español como violín del cielo. No de balde, decíamos, los conciertos implican el acuerdo armónico entre el instructor y la niña después de que el papá de ella, hace poco más de un año, al final del Concierto No. 1 de Schostakovich ejecutado por el instructor en la Netzahualcóyotl de la UNAM, ha quedado fascinado por el sonido del instrumento y le ha inquirido a éste, la instrucción para su hija.
Y natura concede de manera tan espontánea, que la niña después de catorce meses ha avanzado en la instrucción de tal manera que, junto con su desarrollo en la técnica, produce sonidos tan rotundos y penetrantes en el oído del instructor, que éste a su vez, lleva ya catorce sesiones en que no puede soportar la tentación de penetrar los bordes con encaje de la blusita de la niña. No de balde, hoy el instructor ha echado doble llave al cerrojo de la puerta. Ha inquirido la escala de Re mayor y el estudio catorce del gran Popper, y justo como el acuerdo armónico para este día —enervado de pasión delirante porque sin proferir ni siquiera una amenaza la niña cumplió el trato de vestir este día zapatillas destalonadas y falda de florecitas—, ha requerido dos veces un Da Capo y la repetición desde el compás quince, donde se anuncian los cambios de posición, en tanto que su mano izquierda, la del instructor, se desliza por la entrepierna del calzoncito de muñequitos y la erección que él quisiera no llega, mientras la niña trata de soltarse.
No de balde ahora su cara, la de la niña, ha comenzado a ponerse morada por el sofoco que provoca esa manota grosera que le aprieta la nariz y no la deja gritar porque está a punto de tocar el cielo. Por fin, las uñas de la niña han hecho reaccionar al instructor, aunque la sangre corre en dos sentidos, en el de los dedotes y las uñas, penetrados e incrustados al unísono, mientras agitados ambos respiran profundamente como las catorce veces anteriores.
La niña, no tan niña, será becada para Julliard cuando cumpla dieciséis, por influencia de su talento y de su muy afamado instructor. Tocará el cielo, el de las estrellas de Occidente, con el Concierto para violoncello de Dvorak, en el Carnegie Hall de Nueva York en la primavera de dos mil catorce.
PITOS Y TORTUGAS
—¿Y usted de dónde es pues, señorita? —me dijo, mientras yo sacaba mis instrumentos para el concierto. Eran las siete de la noche y nos habían citado desde las cinco. Cosas de los jefes, uno siempre tiene que obedecer porque así es el trabajo y no puede ponerse a alegar aunque tenga razón, porque lo que dice el jefe eso se hace. Y esta vez, el evento iba a comenzar hasta las ocho y media. Eran tres horas perdidas esperando a que comenzara el dichoso concierto.
—Pues yo soy de aquí mismo, de la capital —le dije, y entonces me di cuenta de que tenía algún interés en esos instrumentos raros que yo tenía que tocar. Por cierto, para mí no eran raros, porque llevo trece años de tocarlos. Había estudiado seis años de flauta, los que hace cualquier flautista para llegar a tocar con una orquesta, pero como no había plazas y los maestros viejos no se querían jubilar, resulté aceptando este trabajo con una marimba. Ahora que lo pienso bien, si hubiera encontrado trabajo con la orquesta, nunca hubiera salido del país. Cosas del oficio, por lo menos la marimba se vende como producto exótico en muchos países donde hemos estado.
—¿Y esos instrumentos cómo se llaman? —me inquirió, mientras mis compañeros salían a la calle a buscar una tienda para pasar el rato con un octavo de Indita y una Coca-Cola. Ya los alcanzaría yo un rato después.
—Éste se llama tzijolaj y ésta es una chirimía; este otro es una flauta transversal, como la que se toca en la orquesta, sólo que de madera y en un estado primitivo —le respondí, al tiempo que señalaba cada uno de esos artefactos que me han dado de comer y de viajar, aunque sospechando que su pregunta era sólo para intimar, pues no parecía ser una persona iletrada. En ese momento advertí que su mirada fulguraba una curiosidad fuera de lo normal.
La Parroquia de San Judas Tadeo estaba a reventar, pero no era por nuestro concierto sino por una misa de quince años que acababa de comenzar. Afuera, una limusina Hummer negra y muchísimos autos de lujo. Una veintena de tipos forzudos con sendas pistolas automáticas hacían gala de su cobardía con la mirada arrogante. El señor se me había acercado con total desparpajo a pesar de su apariencia de finquero o de empresario. Tenía el mentón afectado por alguna enfermedad de adolescencia seguramente, algún acné, alguna alergia, pensé, y el acento denotaba esa alcurnia criolla que manifiestan los tataranietos de los gachupines que nos han explotado tantos años.
—Y a usted, siendo tan bonita, ¿por qué le gusta esta música de indios? —me dijo, mientras sacaba su tarjeta y me la extendía con la mano derecha. Sus ojos color verde, dirigidos a mi escote, entornaban una mirada infantil, como de niño pidiendo limosna. Al leer la tarjeta una oleada de asco se me atoro en el gaznate, era el apellido de las familias que hacen y deshacen a voluntad en el país, aunque pensé en los rumores sobre algunos miembros descarriados de esas familias, y éste tenía toda la planta de ser uno de ellos. Resultaba obvio que me quería conquistar para llevarme a la cama y luego hacerse la bestia, como todos los hombres que he conocido, aunque con la diferencia de la alcurnia archiconocida.
—Pues ha de ser porque mi sangre es india, o ¿acaso no lo nota usted en mis facciones? —le respondí, al tiempo que el padre daba la comunión y los músicos tocaban el Avemaría de rutina. En ese momento, luego de varias preguntas suyas y respuestas mías, me asaltó la tentación de sacarle raja a la oportunidad. Era tan fácil decirle que estaba bien, que lo llamaría si necesitaba, pero preferí dejar el asunto inconcluso, porque en eso apareció mi jefe, el director de la marimba, preguntándome dónde estaban los demás. Aún sabiendo que el tipo era un niño bonito oportunista y que seguramente tendría que retirarse con su gente de la élite, le dije que el concierto iba a comenzar en unos veinte minutos, al terminar la misa.
Salieron todos los invitados de la misa, los guardaespaldas y los carros de lujo se retiraron, mientras la gente que escucharía el concierto se acercaba ya para comprar sus entradas e ingresar al recinto de la iglesia. Eran, en su mayoría, vecinos de las colonias cercanas a lo largo de la Zona Catorce. La misma gente cuyos empleados son generalmente indígenas venidos del interior del país para trabajarles de sirvientes. La misma que paga salarios de hambre a todos sus empleados.
Con todo, ahora estábamos nosotros, los de la marimba dándoles un concierto. Las cavilaciones mías iban en torno a eso desde que nos dijeron que tendríamos que ir a tocar a esa iglesia. En primer lugar, porque era raro que los ricos de esas zonas quisieran escuchar un concierto de marimba, ellos que son los mismos que reniegan de las expresiones culturales de los pueblos indígenas. Y no es que yo crea que la marimba es indígena, pero el imaginario social la ha colocado principalmente en ese sector históricamente marginado. En segundo lugar, me resultaba repulsiva la actitud de esos mismos clasemedieros ladinos cuando por un falso patriotismo inventado, más que por conciencia de clase, declaraban que les gustaba tanto la música de marimba. Para mí era obvio que lo decían sólo por corrección política o por conveniencia del momento. Sin embargo, había un rasgo principal que era motivo de mi más completa animadversión y que vendría a ocurrir unos momentos después.
El concierto comenzó con diez minutos de retraso, y cuando llegó el momento de que los músicos pasáramos al frente, como a mí me toca sentarme precisamente adelante frente al público, al hacerlo mi sorpresa no pudo haber sido mayor. Allí estaba el señor de rancio abolengo, sentado frente a mí, observándome las piernas, los pies, el cabello, los hombros. Lo vi y me vio, y el concierto transcurrió con aquella incomodidad que me brotaba del estómago. Pensé que aquel tipo era un cretino de verdad.
Al llegar a la parte del concierto en que mostramos la música popular, tocamos una guarimba y fue el momento crucial, la náusea se estaba transformando en arcadas y yo las estaba sintiendo llegar. Pensé por un momento en la tremenda hipocresía de toda esa gente que estaba allí escuchándonos. Por fin, la gente aplaudió como nunca cuando tocamos el Ferrocarril de los Altos. Como yo ya estaba de pie, porque en esa parte no tengo que tocar, salí casi corriendo del escenario para no poner en vergüenza a mi grupo y apenas logré llegar al baño cuando el vómito salió. Debía volver para tocar en la última parte, cuando hago los solos de un concierto con mi flauta, así que me limpié la boca y regresé. Afortunadamente, al llegar y observar al público, el tipo se había marchado.
HIMENEOS***
Por los días mejores
“De qué callada manera” se nos vienen los días encima como aguaceros de invierno en tiempo de primavera, corriendo por las calzadas del Parque Nacional Tikal y trascendiendo la oscurana que se cierne como estampida de murciélagos sobre dos que corren en busca del refugio de la luz al final del camino, donde concluye la tupida selva y se encuentra el sendero para llegar a la carpa donde, como dos gusanos ávidos de placer, se restregarían durante dos noches enteras hasta conseguir que por fin, entre un intento hoy y otro mañana, el himen de ella cediera y ella por fin se diera vuelta para que el desflorador le expusiera su arma incandescente por entre las entrañas provocando el delirio más intenso que se haya visto en los últimos sesenta y nueve años…
***Extraídos del libro “Tocar el cielo, dieciocho breves relatos para no encender la computadora” (La Tatuana, 2010)
24 de septiembre de 20121969, Guatemala Ciudad, narrativa
27 de septiembre de 2012
Saludos cordiales, que la poesía sea la diosa que transforme a la sociedad