explosiones de pus ambarina en el oscuro anfiteatro en donde las almas se enfrentan al soez placer de la infraexistencia
EXPOSICIÓN DE ATROCIDADES
A Jazmín
—Gregorio —dijo la voz de la madre—,
ya son las siete menos cuarto. ¿No tenías que irte de viaje?
FRANZ KAFKA
CAPÍTULO I
—Que todo sea por el amor a mi arte —anunció teatralmente Bauhaus mientras alzaba su vaso ofreciendo un brindis.
—Hace shó, vos hijuelagranputa —respondió Goya, explotando la p como bomba fonética, con decepción iracunda en su semblante y parpadeando rápidamente como si quisiera leer letras demasiado pequeñas y en un idioma desconocido.
—Todo se reduce a hacer plata, mula, cuándo vas a sacarte la cabeza del trasero y ver que no es arte si no decoración lo que el mundo quiere, trivialidad es lo que pide a gritos, chiquilladas es lo que piden que vos y yo pintemos —continuó, obviamente molesto y su voz sonaba como si estuviera a punto de soltar el llanto.
—Arte transnacional, arte corporativo, pintar lo que la gente quiera consumir, arte banal, volverse la pizza del arte, con servicio a domicilio y garantía de entrega en treinta minutos o no paga —Ahora hablaba rapidísimo, sin resollar, como si se estuviera ahogando.
—Paisajes de La Antigua con delfines y unicornios invadiendo las nubes para el criterio de los que tienen plata mal habida en este país corrupto, para los que quieren mantenerse a la par de sus amistades que decoran sus casas porque piensan que hay que decorarlas, no porque necesiten rodearse de belleza, sino por el instinto de manada —condenó Goya tragándose la desilusión que era lo único que conocía—. Arte sin voluntad. Arte sin pasión. Arte sin musas. Arte sin arte. Entretenimiento del más vulgar. Lástima que ya no hay guerrilla, muchá. Yo me metería a esa mulada, ¡por Dios!, y les volaría bala a todos esos malditos locatarios del mercado del arte decorativo —tembloroso de rabia, el hocico de Goya estaba literalmente echando espuma.
—Pé-len-me el e-jo-te-las-dos —dijo Popart.
Los tres habían sido estudiantes de la Escuela de Artes Plásticas y sus apodos se los habían puesto ellos mismos de acuerdo al artista o género que querían imitar.
Goya tenía talento, se llamaba Francisco, era de origen indígena. Había leído biografías y estudios del maestro con exceso de pasión. Además, había escudriñado los cuadros de Goya por horas en los cafés cibernéticos cercanos a su casa y se identificaba completamente con el hecho palpable de que, más que la lujuria, lo que consume a la humanidad es el odio. También simpatizaba con Goya por las recurrentes visiones infernales y lunáticas que le sucedían donde quiera que se encontrara, en todas partes, en su mente, en su cuarto, cuando pintaba sus cuadros, cuando se emborrachaba en las cantinas de su cuadra, en su barrio y, en fin, por toda Guatemala. Otra razón por la cual se había apodado Goya era que se daba cuenta que también en su familia, como en muchas de las familias guatemaltecas, las madres y los padres preferían devorar a sus hijos en vez de alimentarlos, liberarlos y verlos ir y volverse ellos mismos.
Francisco a menudo fantaseaba imaginándose que él era una hilacha de carne atrapada en una carie en las apestosas fauces de la muerte y que ésta se la pasaba lengüeteándolo todo el día tratando de sacárselo de la muela, ya sea para tragárselo o escupirlo.
Bauhaus era tapicero y todo el mundo lo conocía como “El Topo”. Se había apropiado de ese apodo porque le sonaba delicado e intuitivamente sabía que era mucho más difícil diseñar una silla de primera calidad que pintar un cuadro que tuviera alguna utilidad. Fiel a sus inconscientes e inarticuladas convicciones estéticas, ni siquiera diseñaba sillas, únicamente las tapizaba y sólo pintaba cuadros malogrados. Alguna vez fantaseó con tapizar —intervenir— el piso del mercado de El Guarda con sus cuadros para que todo el mundo viera su trabajo y se paseara sobre él hasta que no quedara ninguna huella. Su fantasía era que en él encarnaba el pensamiento más absurdo y más vulgar del jardín de imágenes guatemalteco.
Popart era publicista. Le encantaba utilizar en su complicado y aparatoso léxico las palabras “creatividad”, “tecnología”, “innovación” y sobre todo “pasión.” Esta parte de su verborrea era el combustible que lo ayudaba a alcanzar sus más ambiciosos deseos.
Vendía bien su trabajo más por su perorata mareadora y delirante que por la calidad de sus creaciones. Popart rechazaba todo: el realismo, el primitivismo, lo abstracto, el dadaísmo, el surrealismo, el posmodernismo y todo lo que no fuera “su obra”. Persuadía a los clientes diciéndoles que sus cuadros, fotografías, collages y esculturas sustituían la realidad con la belleza por medio del diálogo entre la armonía y ruido —ellos—, entre lo despierto y lo dormido —ellos—, entre lo único y lo masivo —ellos—.
—Ustedes, mis innovadores clientes —les juraba—, simplemente no pueden perder al adquirir cualquiera de mis piezas.
Lo que verdaderamente lo había empujado a adoptar ese apodo era el hecho de que su formación familiar, ética, estética, sentimental y académica había quedado a cargo de la tele, la radio y una que otra revista ilustrada, pues desde pequeño aborreció las letras. El fantaseaba sin resuello que simplemente era una letra desconocida más en la mente de este país analfabeta.
—¡Pelámela vos a mí, maldito prostituto, asqueroso! Estás igual que las viejas zorretonas burguesas que compran tus mamarrachadas solo porque tienen calzoneados a sus garrotes y ellos les compran cualquier estupidez que haga juego con los sillones de su sala del catálogo Sears. Todo para no quedarse atrás y seguir propagando el desquiciado mal gusto adquirido de sus amistades imbéciles ‘nouveu rich’. Es como vestir a la mona de seda o maquillar a un cadáver que se voló la tapa de los sesos, es echarle miel a una gran plasta de caca y pensar que es un manjar y comérsela —resolló—. ¡Hmmnn, qué rico! —y concluyó entre carcajadas perturbadas.
Los ojos de Goya estaban a punto ser expulsados de sus órbitas por la profunda indignación que sentía, y continuó en un arrebato.
—Mejor deberían decorar sus jaulas de oro con pósters de purina Puppy Chow, de papel toilet recién usado, con alitas de pollo, con cajas de cartón de televisores Sony, con sus calzones pringados, con cualquier porquería menos con tus cuadros impostores, hijo de la grandiosa puta —terminó gritando encaramado sobre su silla.
La rockola, que estaba atrás de unos barrotes para evitar que se la robaran, contaminaba el ambiente de mala suerte y muerte de La Estrella Fugaz con música ranchera, cumbias y melodías del recuerdo. “Hoy vi a Santa Claus llorar,” resonaba catastróficamente una canción del los Buquis que algún desgraciado había marcado en pleno junio.
—Sólo porque no ganaste nada en la bienal del supermercado no tenés porque apestar nuestra pequeña celebración del arte de mi arte con tu espíritu de súper bastardo amargado —reprochó Bauhaus desilusionado mientras ayudaba a Goya a bajar de la silla.
—Hace shó vos también, estúpido, cara de mi huevo —cortó colérico Goya—. Vos sos parte del problema, conformista fotocopiado. Mejor olvídate del arte y seguí tapizando sillones y sofás ajenos con florecitas primaverales y pintando paisajes torcidos; el arte debe deshacerse de basura como vos —soltó una amarga carcajada de frustración.
Mientras tanto, la atmósfera de La Estrella Fugaz había alcanzado su nivel usual de infamia y desesperanza. Un borracho inconsciente se deslizó en cámara lenta de la silla y se acomodó lo mejor que pudo entre las escupidas del piso. Sus zapatos y calcetines hacía rato que se habían dado a la fuga con un amigo de lo ajeno. Otro bolo dormía en la mesa de la esquina. Tenía la cara hinchada y raspada, y una poza de babas había creado un mini lago cuya fuente era la comisura de sus labios. En el fondo, tres jóvenes bebían serenamente sin platicar mucho. Sus semblantes eran ásperos y amedrentadores. Eran algunos de los ladrones del barrio. Esa noche habían robado lo suficiente y ni siquiera eran las diez. Ahora, con silenciosa dignidad disfrutaban del dinero arduamente ganado por sus víctimas.
A los tres aspirantes de artistas les gustaba La Estrella Fugaz porque los hacía sentirse dentro de una pintura demente de Van Gogh y además porque el trago era barato. En el ambiente había densas capas de degradación espiritual mezcladas con grasa acumulada de miles de bocas mal cocinadas. A pesar de la suciedad, un verde perico y un amarillo canario con tonalidades excrementicias eran los colores que definían las paredes.
Las huellas visibles de los brochazos y del goteado delataban la mala gana con que habían sido pintadas. Más que con brocha, parecía que la pintura hubiera sido embadurnada con un cepillo de raíz o con los dedos. El piso era de un rojo diabólico, con vaporosos contrastes de rosado-con-su-amor-propio-herido. Los muebles de pino eran rústicos, flojos y mal acabados. Cada lugar que absorbía luz arrojaba la locura del gran Vincent: dedazos estancados de color hipnotizador y grueso queriendo circular los objetos.
—Los pintores y toda la insolente escena del arte guatemalteco no es otra cosa que una serie de destempladas poses pornográficas con actores antiestéticos y sin imaginación —continuaba Goya devastando todo con su imparable metralleta verbal—. Toda Guatemala es una perra muerta de hambre de dinero con presunciones de señorita virtuosa y honesta haciendo performances en una feria católica.
—¿De qué jodidos estás hablando Goya? — indagó Pop perdiendo la paciencia con su amigo de la adolescencia. Quiso hacerle regresar a sus sentidos con un poco de ridículo—. Está altísima la marea de tu neurosis en esta noche de derrota. Deberías incorporar un poco de tecnología a tu trabajo estético —ironizó herido Popart, viéndolo con incredulidad y disgusto—. Si hubieras ganado un hueso, aunque fuera honorífico, ahora mismo estarías carcajeándote y sofocado de calor, sonrojado, chupándote el dedo índice, sentado en las piernas del supermercado, susurrándole ‘es que… es que… es que lo quiero muuuuucho’ una y otra vez como quinceañera enamorada —remató agresivo.
—Hablando de mujeres fáciles —interrumpió Bauhaus, intentando calmar un poco la violencia verbal de sus compañeros—, hoy tu madre me maldijo de nuevo y me acusó de que te estoy llevando de la mano por la ancha carretera que lleva al infierno —dijo a Goya amablemente, palmeándole el hombro, como queriendo desviar el conato de pleito de su verdadera fuente. Ellos eran vecinos y la mamá de Francisco no soportaba ver a Bauhaus ni en pintura.
—Y hablando de sus madres indigentes, allí viene entrando una de ellas —dijo Popart, señalando a una paupérrima mujer de unos treinta cinco años que husmeaba la atmósfera saturada de compulsiones peligrosas.
Se acercó a los tres pintores para pedirles un trago. Al verla de cerca, los artistas anotaron en sus corazones traicioneros que era una mujer muy atractiva, robusta, de rostro bondadoso y obviaron que tenía unos ocho meses de embarazo. Los ojos de la señora parecían estar ciegos a toda la basura sobre la que navegaba sin siquiera mancharse, y en su mirada derramaba un alma buena que se había divorciado de todo el egoísmo que contenía aquella bacinica de cantina, aquella letrina de ciudad, este retrete colectivo que llamamos sociedad, del todopoderoso rebalsante cagadero del Mundo en el cual vivimos.
Sus ojos ciegos a la maledicencia reflejaban una intensa calma y brillaban serenamente. Los desconocidos artistas la invitaron a sentarse a la mesa y compartir su guaro. Su rostro aparentaba tranquilidad e inteligencia pero también era fácil adivinar que una mala racha la había enviado exiliada, la había convertido en una desterrada de la vida. Era evidente que ella venía de otra constelación que, ciertamente, no era la de La Estrella Fugaz.
Luego de servirle el trago, Bauhaus empezó a manosearla como a los bosquejos mal habidos y de mala fe con la que usualmente empezaba sus cuadros. Metió la mano bajo el vestido lustroso de mugre. Ella lo empujó con disimulo e intentó disfrutar de la bebida. Los jóvenes pintores ignoraban el humor atroz de la señora. Goya y Popart trataban de conversar con ella, pero pronto comprendieron que la mente de la señora estaba demasiado distante, lejos, en otra galaxia. La rockola gritaba el narco-corrido que el cantante interpretaba con pesado acento gringo: “enséñarme tus huevos… no tener ni clara ni yema sólo tener cocaínaaaaa!!!”
A pesar de la lejanía en que ella estaba, Bauhaus logró sacarle un pecho grande, redondo, firme y blanco como la leche, que contrastaba tiernamente con la piel mugrosa que lo rodeaba. El extravagante contraste de colores excitó instantáneamente a los ambiciosos y lujuriosos miembros de la plástica guatemalteca.
La señora trataba en vano de sacudirse a Bauhaus como a una mosca necia y rezumbona. Éste intentaba con desesperación y lujuria, a pesar de los empujones defensivos de la señora, posar sus labios sobre su pezón rozado, hermoso y encantador. Estiraba sus labios y su lengua parecía la de una víbora. A estas alturas, Popart y Goya estaban excitadísimos. Bauhaus, intempestivamente, le propuso a la señora coger con él por cincuenta quetzales. El rostro de la señora se entristeció profundamente mientras consideraba la propuesta desde su lejana constelación. Después de un largo momento dijo que aceptaba, pero solamente si iban los tres.
La lujuria deformaba el rostro de Bauhaus en tanto persuadía a Goya y a Popart de que cayeran muertos con la plata.
—Pero está a punto de reventar, morboso desgraciado. Es probable que dé a luz mientras te la estés planchando, enfermo maldito —exclamó nerviosamente Popart, tratando de negar su propia e incontrolable excitación.
—¿Y qué pisados, huecos, puritanos de mierda? Piensen en lo innovador que va a ser. Piensen en las furiosazas musas que vas a despertar acostándote con esta indigente, —argumentó luciferinamente Bauhaus. Popart consultó a Goya con la mirada y éste sólo encogió los hombros.
Popart compró una botella para llevar y pagó la cuenta. Se volvió agudamente consciente de todo lo que pasaba a su alrededor: del ruido del arrastre de las patas de las sillas cuando se levantaron, de la separación de cada billete cuando pagó la cuenta, de las ranuras de los discos de la rockola que sonaban como si los cantantes estuvieran masticando papalinas o chicharrones mientras cantaban la misma canción por trillonésima vez. La rockola de la Estrella Fugaz era tan retrógrada que tenia discos de celuloide y de cuarenta y cinco revoluciones.
Los cuatro abandonaron la opaca estrella y se dirigieron a la pensión Rodríguez que quedaba a la vuelta de la cantina. La señora los seguía calmada. Los jóvenes pintores no querían admitir la lujuria que los poseía, que corría por sus venas, por sus genes, por sus trestristespenes. La excitación los agitaba visiblemente y desarticulaba desde dentro sus pensamientos y sus palabras, sobre todo a Popart, a quien con más frecuencia se le desbordaban las emociones.
Uno tras otro entraron mecánicamente al cuartucho hediondo a creolina, amueblado con dos camas y una silla de pino, tan mal hecha como las de La Estrella. El silencio nervioso se quebró con el sonido seco que hizo la tapa de la botella al romperse y con el pequeño estrépito de la tapita de gaseosa al caer al suelo para dejar libre el acceso a los líquidos que habrían de lubricar la ocasión. Goya, después de tragar generosamente, pasó la botella y los otros la empinaron según su capacidad y necesidad obviando la gaseosa.
La intensidad de lo que vendría aumentaba con el gluc, gluc, gluc de las gargantas. El sonido del tragar quedó tatuado en el alma de Popart.
La señora dijo que podían hacer lo que quisieran con ella mientras las luces estuvieran apagadas y Bauhaus las apagó antes que la indigente terminara de decirlo.
La mujer se desvistió y se acostó en una de las camas con las piernas abiertas y levemente alzadas, en posición de pollito asado. Popart, el capitalista de la expedición, fue el primero. Sin mayores miramientos, se montó sobre ella y la penetró. Su vagina quemaba como horno de panadería. Ella lo abrazó tiernamente y con cuidado cruzó sus piernas sobre las nalgas de Pop, que sobre una panza embarazada no pudo detener las silenciosas lágrimas que le calcinaban sus ojos. Su llanto lo hizo sentir como un inocente niño en las tinieblas profundas en la noche de su mente.
Bauhaus, sentado en la otra cama, se reía como hiena convulsionando. Goya, en la silla, como babuino tosiendo, y ambos hacían chistes y comentarios inhumanos mientras esperaban su turno en la penumbra y bebían.
Popart intentaba, pero nada. El rechinido odioso de la cama vieja lo desesperó. El olor de la señora le producía nausea. Recordó el comentario que le hizo una prostituta no hacía mucho tiempo, cuando estaba en la misma situación: “Vos sos como el Gobierno de Guatemala, no servís para ni mierda, pa’qué mi chile”.
Mientras tanto, Pop hacía muecas obscenas, fingía pujidos y estertores de muerte. Pensaba en lo que su finado amigo Mundo le contó que sintió cuando hizo el amor por primera vez con la que ahora es su esposa. Mundo le reveló que esa gloriosa vez él sabía que estaba creando vida y esa emoción le había volado la mente y que una increíble sensación de bienestar se había apoderado de él durante esa unión sagrada. “Una conexión cósmica, manix”, le compartió, mientras se jalaba el pelo con la mano izquierda y sus pupilas se dilataban alarmantemente, más en un ojo que en otro, y sacudía la mano derecha hasta que los dedos sonaron como latigazos al aire. “Una conexión cósmica, vos Popartito”, le había confesado Mundo, y ¡cabal! su novia había quedado preñada.
Popart sabía que en ese momento lo que estaba haciendo no era crear vida. Al fin dejó de llorar y encontró un poco de consuelo en la experiencia de Mundo, que tanto añoraba para sí. Se dio por vencido y le cedió el espacio al que seguía.
Goya, que también había puesto unos centavos, fue el siguiente. Agresivo y seguro de sí mismo, ejercitó la “patadita de ángel”, “armas al hombro”, “tumbito de mar”, la “llave de pupo” y por último la puso en cuatro. Bauhaus se jalaba violentamente el pajarito como si se lo quisiera arrancar antes de que llegara su turno. Goya gimió como macaco cuando acabo y se secó el sudor de la cara con sus calzoncillos.
Popart, desde la silla torcida, observaba con profunda tristeza esa perversa prueba de hombría. Se tomó otro largo trago y no supo si era él o las cosas las que se iban apartando del cuarto. Todo se alejó y se sintió flotar por los cielos. Cabeceó, durmió y soñó. “Richi richi richi richi”, la odiosa cama marcaba el ritmo del sexo que invadió paulatinamente el terruño de su inconsciente, su verdadera patria.
“Montaba una bicicleta de reparto con el canasto lleno de cuadros. Había una cuesta empinadísima por lo que cada vez le costaba más pedalear y hacer avanzar la bicicleta. Se dio cuenta que era la antigua carretera a El Salvador. Se detuvo porque su corazón iba a estallar. Se bajó de la bicicleta y reconoció el parqueo del Colegio Maya. Aprovechó el descanso para mear. Se acercó a una pared y dejó fluir sus orines.
De pronto, una mujer policía lo jaló del pelo, lo lanzó al suelo como si fuera un costal vacío y allí mismo lo esposó. Hoy si te llevó la gran diabla, marchante del arte —le gritó. La agente policíaca lo levantó a jalones mientras lo empujaba hacia dentro del colegio. Él vio su fláccido miembro al aire. La mujer lo tironeaba con fuerza ejerciendo presión alrededor de sus muñecas. Mientras lo conducía al tribunal, él sentía que se le reventaban las venas por la presión de las esposas. Lo sentó en el banquillo de los acusados. El jurado, compuesto por mujeres maduras, adineradas, muy bonitas y bien cuidadas, estaba en su contra. Una de ella le dijo “Popart, nunca más te vamos a comprar nada por hablar mal de nosotras a nuestras espaldas”, y las demás gritaron en coro como en una caricatura, “nunca más, Popart, nunca más.
Cabizbajo, Popart miraba su miembro encogido y feo. “Gracias a Dios”, les respondió reconfortado. La mujer policía lo levantó violentamente para echarlo fuera del tribunal. Alguien abrió la puerta y lo lanzaron a la calle.
Popart despertó y somató duro el piso de la pensión. “Richi, richi, richi, richi.” Las imágenes del sueño fueron desorbitadas y tambaleantes. Al darse cuenta donde estaba, fue como si estuviera viendo un video casero de pésima calidad, con el sonido estropeado por el viento que chocaba contra el micrófono de su mente. Su rostro obedeció al impulso de no manifestar ningún sentimiento. Sin embargo, estaba a punto de explotar como una bomba de tiempo a la que le quedan únicamente tres segundos.
Goya se destrabó de la señora y el momento que Bauhaus había esperado toda su vida por fin llegó. Se colocó entre las piernas de la lunática y anunció dramáticamente “que todo sea por el amor a mi arte.” Luego le ordenó a la señora que lo montara como al semental que él creía que era. Trabajó dura y afanosamente, practicando todas las posiciones que su formación pornográfica le había proveído. Él, en su imaginación, siempre se consideró un superhombre aunque fuera en tiempos de hambre. Para su mente engañada, él era una leyenda. Pero Bauhaus no sólo quería impresionar a la señora con sus vastos conocimientos en el “arte de coger” sino sobre todo a sus colegas artistas y bohemios. Impresionar, de eso se trata el arte. Sus compañeros habían perdido todo interés en lo que pasaba enfrente a ellos y estaban sumergidos en lo más profundo de sus abismos emocionales.
Popart se preguntaba perturbado por qué no estaba echado y roncando en su casa como todas las personas normales. Temía admitir que este vacío que sentía estaba igualmente presente en su casa. Tenía miedo de aceptar que nunca se había sentido normal en la ciudad fantasma de su alma. Por otro lado, quería convencerse de que ésta era la formación de todo artista, que las experiencias enfermas eran las que despertaban los demonios de la creatividad y el interés de los ángeles por los creadores. “El camino del exceso conduce a la sabiduría” y otros axiomas trillados de esta clase se repetían a sí mismo para apaciguar la congoja inmensa que se había apoderado de él. Quería creer que esto que estaba haciendo le iba a quitar el candado a las puertas de su percepción y podría ver el panorama del misterio que es la vida. Insistía en confiar que este momento era su pasaporte visado y con beca al jardín del edén del arte.
Su deseo de toda la vida de estar en cualquier otro lugar que no fuera donde precisamente se encontraba latía incesante en su mente. Una catarata de pensamientos quemados chocaban con sus sentimientos. Las accidentadas ideas que producían tal colisión eran tan predecibles que lo avergonzaban aún más. “Dios no ayuda a los que se ayudan a ellos mismos”. “Al camarón, aunque no duerma, siempre se lo lleva la corriente”. “Siempre es más tenebroso segundos antes de la aurora”. Después de lo que se sintió como una eternidad, el amanecer empezó a apoderarse de todo.
Bauhaus y Goya, con exactitud de reloj suizo, seguían turnándose a la señora, sumergiéndose en ella como en una piscina donde se refleja un cielo plomizo. A la pálida luz del alba, Bauhaus y la señora se veían como un monstruo de dos cabezas, retorciéndose y agonizando sobre el colchón maloliente de paja. Al fin, Bauhaus moría en éxtasis histriónico. Su respiración aumentaba de velocidad, pujaba, gemía, jadeaba, pataleaba, desfallecía, hasta que soltó la voz entrecortada y pudo decir “¡soy… el… hombre… más… feliz… del… mundo!, y fingió caer fulminado sobre la indigente.
—Será mejor que quités tu culo huesudo de mi camino —le advirtió Goya carcajeándose como chimpancé del hombre más dichoso del planeta y preparándose para el próximo round con la indigente.
—Está amaneciendo y me tengo que ir —susurró la señora desde el olvido.
Se vistió delante de los tres artistas quienes la observaron minuciosamente. Actuaba como si ellos no estuvieran allí, como si nada hubiese sucedido. Popart tenía la cara fragmentada en varios pedazos y aventuró a preguntarle su nombre.
— Aurora —musitó la señora, y el sueño, el hastío y la maldad sin voluntad se combinaron para convertir aquel cuadro en parte de una pesadilla.
A Popart le causó gracia el paradójico nombre de la señora. Lo asumió con cinismo. Pálido y hecho pedazos, se carcajeó en silencio de ser víctima de esta ironía. Se carcajeó hasta que sus lágrimas empaparon sus cachetes. Sus risotadas desorbitadas lo hicieron vomitar. Sus compañeros se vieron el uno a otro sin saber qué pensar.
Goya, vanidoso e impenitente, no pudo resistir hacer la pregunta.
—¿Quién de los tres se desempeñó mejor?
Ella le sopló un beso y lo señaló como la estrella de esa noche fugaz. Goya brilló como farol de tamalería, orgulloso de haber salido avante en esa ardua prueba de hombría, engreído de no haber quedado mal delante de sus amigos.
Goya y Bauhaus estaban alarmados porque Popart parecía haberse quedado suspendido en una dimensión bizarra. Su cuerpo estaba allí pero su mente se había dado a la fuga. Aurora se marchaba y Bauhaus caminaba tras ella como hipnotizado.
—¿Adónde pisados vas, maje? —indagó Goya—. ¿Qué van a decir los vecinos si nos ven salir con esa loca desgraciada?
—Si salimos los tres solos van a decir que somos huecos —razonó impecable Bauhaus.
—Qué piensen lo que se les dé la regalada gana —dijo Popart sin emoción alguna en su voz y tomó a Aurora de la mano. Goya y Bauhaus titubearon sin saber qué hacer o decir.
Salieron de la pensión con la ropa arrugada, los pelos parados, el aliento corrompido y soltando por los poros un inconfundible olor a trasero. En el mercado de El Guarda, un tumulto de gente inauguraba el día armando sus ventas callejeras. Era jueves y los tres artistas sabían que ese día no se asomarían por sus empleos absurdos.
Llegaron hasta la parada de buses de la pasarela del Trébol. Popart recordó que en muchas ocasiones había deseado morir allí, atropellado por un vehículo enorme, quedar como chucho destripado bajo cualquiera de las pasarelas de aquella enorme calzada.
El Trébol. No podía existir paisaje urbano más desolador.
La nube de smog que desdibujaba todo, el infernal ruido de diez mil carros atorados, las bocinas frenéticas, impacientes y enloquecedoras que, de no ser porque los transeúntes ya nacen sordos y aturdidos, enloquecerían a todos los ciudadanos que tienen que pasar por allí. Los autobuses rebalsaban de pasajeros que hubieran preferido quedarse echados viendo tele en su casa en vez de salir a aquel infierno y a sus empleos sin pies ni cabeza. Las vaharadas hediondas que despedía el basurero de la Zona 3 terminaban de denigrar el paisaje. Todo esto y miles de cosas más se mezclaban para producir en el alma de los artistas la afligida necesidad de un trago tempranero.
—¿Y ahora qué ? —preguntó Goya, arrebatándole de la boca la pregunta a Bauhaus, incómodos ambos de ver a Popart y a Aurora tomados de la mano.
—Tengo para una botella —anunció tajante Popart y preguntó retórico—: ¿Regresamos a La Estrella?
—Yo diría que eso sería lo mas sensato que podríamos hacer en este preciso momento —opinó Bauhaus, leyéndole la mente a Goya.
A las 6:30 de la mañana se oían los retumbos gastados de la rockola que en ese momento gritaba “Al perrito le duele la muela… no podrá ir hoy a la escuela…” Con la mirada en alto los pintores entraron nuevamente a La Estrella Fugaz precedidos por Aurora, quien navegaba extraviada alrededor de otra clase de estrellas. Otra vez los mismos temas de conversación, el arte, la soledad y el abandono rebalsaron de los corazones de los artistas y cubrieron la mesa donde compartían la botella con moscas y el silencio profundo que es anterior a todo.
Los únicos cambios en el tinte y en el sentido de la conversación era que sus argumentos tenían connotaciones esquizofrénicas incuestionables. Producto, sin duda, de su nuevo romance con Aurora. Las musas furiosas se reían a carcajadas de esta muestra significativa de la plástica guatemalteca contemporánea. Trajeron la botella y Popart sirvió mecánicamente el primer round.
—Que todo sea por el amor al arte de mi arte —brindó teatralmente Bauhaus, pero ahora sin convicción. Cada quien hundido y ahogándose en sus pensamientos, alzaron sus vasos evitando las miradas de sus acompañantes.
Los cuatro personajes sentados parecían posar para un cuadro de ausencia en claro oscuro, con astillas grises y lóbregas, definiendo sus formas desubicadas y descompuestas en un cuadro cubista que se trazaba segundo a segundo. Las figuras de esa composición matutina empinaron sus vasos hasta vaciarlos, tras lo cual sus semblantes quedaron aún más vacíos y miserables que los vasos. Sólo Aurora sonreía alegremente y canturreaba con agrado la canción que rugía de la rockola: “No te metas con mi cucu… Qué rico mi cucu…”
*Fragmento de la novela ‘Exposición de atrocidades’ (Letra Negra, 2010).
16 de agosto de 20111966, Guatemala Ciudad, narrativa
17 de agosto de 2011
Eduardo es un aventajado. Hay que leerlo todo.
31 de enero de 2012
indispensable para las letras en este asentamiento, ¿cómo es que se llama?… aaah! guatemala!!
salud maestro, genial!!