manufacturados con colores primarios, los minutos pasean en la intemperie de la sensual precariedad del individuo, y de su júbilo, fugaz
5INCO
Uno.
Querido, aún recuerdo la noche que te conocí.
Yo llevaba el pelo recogido y unos altísimos tacones.
Tus labios eran delgados y exquisitos.
Eras un hombre civilizado y de una bella sonrisa, bello todo,
guapo, guapo.
Tanto placer.
Dos.
Amor, tus cabellos oscuros y tu piel pálida, en la noche, en el día.
Tus profundos ojos y tu boca llena de palabrerío.
Tu basto, basto conocimiento,
tu bello cuerpo, desde atrás,
y tu fragilidad, cuándo te veía de cerca.
Tanta ilusión.
Tres
Hombre hermoso, aquel día mientras bebía vino te acercaste a mí,
con tu sonrisa perfecta, piel de porcelana, camisa de diseño.
Tímido, maleable, casi perfecto.
Me cansé tanto de jugar ese juego en aquella casa tan lujosa.
Algún día, no recuerdo, quise dejar de volverme a ti.
Tanto derroche.
Cuatro
Malvado, qué hermoso te veías en contra del sol,
con tus ojos tan grandes, tu pelo tan abundante,
con tus manos largas y esa sonrisa madura.
¡Diablos!, qué piernas largas y bellas, qué voz.
Qué fácil fue ceder ante ti, que en apariencia eras lo que siempre soñé, en apariencia.
Tanta culpa.
Cinco,
Ahí,
él.
Y ya.
Tanto amor.
OTRO CUTO, POR FAVOR
Encontré un Diego una noche en un bar de buena muerte.
¡Mamá, mamá!, ¿puedo quedarme este Diego?
Desde ese día he podido abrir las alacenas y esperar que salgan ángeles.
AUTO CON PASIÓN
La tarde era hastiántemente calurosa, Lucía se entretenía cosiendo un vestido floreado con una tela que había hallado entre las gavetas de su hermana, lo único que temía del estampado era que la tela era tan vieja que no parecería un vestido vintage si no que la haría ver como un anacronismo cuando lo usara.
La panadería de la vecindad estaba haciendo el pan de la tarde, un olor a canela y vainilla llegó hasta la ventana de la casa de Lucía, su gato se asomó desde la cocina y le rasguñó un poco el pié. Era la hora de alimentarlo, la comida se había acabado, Lucía salió hasta puerta a ver cómo alumbraba el sol, estaba bastante fuerte, pero el gato estaría hambriento. Tomó doce monedas y un billete de veinte de un cenicero, pero al ver el cenicero recordó que ya sólo tenía dos cigarrillos y decidió sacar su tarjeta de débito de la bolsa.
Buscó su Prada y sacó de ahí su monedero, al abrirlo se encontró con una notita que había entrado debajo de su puerta unos meses atrás, al tenerla en sus manos otra vez sintió una ráfaga de sentimientos que volvieron por un segundo, se enfadó muchísimo y arrugó el papel.
En el papel había una pequeña nota que decía: “Dejando de lado cualquier vanidad, no tengo inconveniente en admitir que te amo, de manera anticuada, como el jarrón lleno de pátina donde guardas tus monedas”.
En ese momento a Lucía le pareció leer la frase más estúpida jamás inventada.
Unos meses antes Lucía había intencionado un idilio con un hombre, siempre se encontraba con él en la calle de Es casado, justo en la esquina de Más de cuarenta y a la vuelta de Es mi doctor.
Él le proporcionaba una sensación pacífica, por supuesto ella no esperaba nada de eso, la verdad era que se sentía muy sola desde que su hermana se había marchado de casa y ella vivía sólo con su gato.
Lucía no exigía nada de ello, no tenía ni veinte años pero si alguna cosa sabía era que la sensación de autocompasión solo surgía cuándo esperabas algo que te negaban.
Lucía veía a su romance dos ó tres veces a la semana, era más fácil verle por las tardes, ya que por las noches nunca era seguro y era bastante obvio, sobretodo cuándo bebían.
La aventura pseudo amorosa duró unos meses hasta que Lucía comenzó a hastiarse de la imposibilidad y del aburrimiento que le provocaba esa rutina que para ella era digresiva en su salud mental.
La aventura resultaba estimulante solo para él a esa altura.
Además estaba cansada en gastar dinero en ropa interior costosa y en anticonceptivos que no le dañaran la piel.
Una tarde Lucía no subió a trabajar y decidió pasar la tarde en casa con sus tres amistades, Lucía tenía un problema para socializar, era bastante grosera y por lo general los temas de conversación que tenía solían ser muy cansados o incómodos.
También quería organizar sus libros y sus zapatos, su sala parecía la Guernica.
Su amante se apareció de la nada, tocó tres veces en la ventana y después dos veces en el timbre, ella sabía que era él, esa era la señal.
Ella abrió la puerta y le dijo que estaba con sus amigos, y que a pesar de ser tan guapo ella preferiría que no lo conocieran porque no quería que su romance se materializara ante los ojos de ellos.
Que sería tan bizarro como si ella conociese a su familia.
El se ofendió y se retiró de inmediato. De alguna manera captó en la hostilidad de Lucía, la intención de acabar las cosas de manera paulatina.
Lucía continuó viéndole unas semanas más, y una mañana un terrible presentimiento se adueñó de ella, y el presentimiento se volvió en un problema real, estaba embarazada.
Ella no lo entendió, usaba anticonceptivos y lo veía muy poco ya.
Esa tarde se encontró con el padre ya dos veces de su infuturo cigoto.
Él lo sabía, porque había cambiado sus anticonceptivos por placebos, Lucía enfureció con la confesión.
Él le recomendó, como su doctor, que no abortara.
Al instante Lucía rió y le agradeció la aventura y experiencia, también le abrazó y se despidió de él.
Él se sorprendió y le rogó no acabar con eso, pero Lucía muy tranquila sugirió una despedida no sentimental, también le juró no estar arrepentida de nada.
Una semana después Lucía abortó.
Ella se recuperaba en casa con un buen ensayo de Saitó Ryoku y con Ray Charles. Estaba tranquila y neurótica como es usual.
Un sobre se asomó debajo de la puerta, ella sabía que era de su ex romance o lo que fuese esa futura síncope.
La nota que seguiría hastiando a Lucía estaba ahí adentro.
Lucía estuvo a punto de sonreír, sin embargo, el romance fue simpático, pero no como para reírse.
Lucía sintió autocompasión.
MANIFIESTO ALCOHÓLICO
El tomó un billete de diez dólares que tenía en la mochila verde y salió a hacer una llamada internacional. Mi teléfono sonó con un número desconocido de usuario. Acepté la llamada, era él, estaba hablando desde un teléfono público en un pueblo parecido a alguno que apareciese en algún relato mexicano del siglo XVIII. Hacía calor donde él estaba, y yo en cambio tenía frío a pesar de estar cerca de una playa; le pregunté cómo estaba, él contestó que bien, que un poco borracho, y que desde su partida había hecho dos o tres llamadas, todas a mí y ninguna a su madre, que ahora se daba cuenta en medio de tantas cosas de que no tenía madre.
Charlamos por unos minutos antes que hubiera interferencia y se cortara la llamada.
Me tranquilizó oírlo, ahora ni siquiera me apetecía jalar las dos líneas que había preparado sobre la mesa de noche.
Mi brasiere se secaba en el tubo de la cortina en la regadera, el piso estaba lleno de arena, me iba a dar un baño pero en vez de eso decidí, mejor, salir a cenar.
Me quité los calcetines y me puse unos zapatos altos de madera, agarré un vestido que aún tenía la etiqueta y después tomé un bolso de seda y metí mi basura en él.
Paré un taxi, esta vez no tenía tanto dinero así que tuve que regatear.
Decidí ir a un restaurante de comida italiana, pedí un vino y un Penne con camarones en salsa rosa, lo acabé despacio, pagué y salí a caminar.
Al llegar al hotel encendí la luz de la habitación y me puse de nuevo los calcetines; la regadera goteaba, la ventana estaba cerrada y a lo lejos aún se oía la brisa del mar, estaba picado.
En la mesa de la habitación estaba una vela encendida, el mosquitero se aferraba a la cabecera de mi cama, en ella sostenía un libro de Bukowski, “Escritos de un viejo indecente” y la VOGUE española del mes.
Estaba bastante hastiada, me di la vuelta, abracé la almohada y respiré muy fuerte, después apagué la vela y saqué un libro de Ibargüengoitia de mi maleta, lo comencé a leer.
Media hora después tocaron a la puerta, era la encargada del lugar preguntando si necesitaba algo.
—Estoy bien gracias, pero podría despertarme a las seis de la mañana por favor, gracias.
Después de eso me senté en la ventana a fumar, apagué las luces y encendí de nuevo la vela, sabía que si me recostaba me iba a quedar dormida de nuevo.
Pasó una hora antes de que me cansara de sostener mis pies sobre una silla, me quité de nuevo los calcetines y los lancé a un costado, me recosté sobre las almohadas y de repente surgió en mi cabeza:
—¡Mierda!, se me olvidó apagar la luz de la cocina y decirle a mi hermana que soy alcohólica.
11 de agosto de 20101990, Guatemala Ciudad, narrativa, poesía
17 de febrero de 2011
Muy bella chica…besos