Te Prometo Anarquía

matadero city: una lluvia de sal escandalizando caracoles que deambulan por ahí dejando idílicos lineazos de pólvora brillante

[BYRON QUIÑONEZ]

 

 

AQUELARRE

Una cabeza de cerdo ensangrentada y empalada presidía la misa negra. En su frente, alguien había trazado una estrella ritual, de cinco puntas, con marcador grueso. Le coronaba un halo de moscas verdiazules que revoloteaban con el vientre lleno de larvas necrófagas.
Maniatado y amordazado al pie de la cabeza, el detective José Abel Rosanegra yacía boca arriba en un rústico altar de piedra que más parecía mausoleo. Le rodeaban cinco perros de aspecto fiero y fauces prestas, de raza indefinida salvo un pastor alemán completamente negro que gruñía con furia apenas contenida.
El piso, techo y muros estaban hechos de piedra negra. Desde la perspectiva de Rosanegra, boca arriba y casi a nivel del piso, la forma circular del recinto y su negrura le daban la sensación de estar en el fondo de un pozo.
El detective alzó la vista al escuchar que se abría la puerta. Envueltos en sudarios de monje y con el rostro oculto por máscaras de madera, los miembros de la asamblea ingresaron en fila india. Algunos portaban fémures, cajas torácicas, cráneos, columnas vertebrales y recipientes llenos de falanges y dientes.
A medida que entraban, los encapuchados fueron situándose de espaldas a la pared, a manera de crear un círculo concéntrico al que formaban los perros y en cuyo centro se debatía Rosanegra.
Los diseños de las máscaras de madera labrada que portaban los miembros de la asamblea eran diversos y, aunque los animales representados por las máscaras se repetían, los diseños no: perros, monos, una calavera y varios diablos.
El de la máscara de calavera miraba con insistencia al detective, quizá tratando de recordar dónde le había visto antes. Rosanegra trató de reconocerle a su vez, pero le resultó imposible. Los dientes perfectamente labrados de la calavera parecían burlarse de la situación en que estaba.
Una campanilla tintineó tres veces y el eco se aferró a las paredes, anunciando al Gran Brujo de la Hermandad. Rosanegra, el de rostro de calavera y los demás voltearon hacia la puerta y le vieron entrar ataviado con ropas eclesiásticas, casi papales.
Como Gran Brujo que era, lucía una máscara de macho cabrío ornamentada con cuernos reales, negros y retorcidos. Le acompañaba una joven desnuda y hermosa, que se plantó junto a la cabeza de cerdo ignorándolos a todos, como si no los viera o estuviera bajo los efectos de alguna droga.
El Gran Brujo empezó a musitar una serie de invocaciones olvidadas por la humanidad; su voz llenó la atmósfera del sitio y los congregados guardaron silencio. Se postró en el centro del pentagrama pintado en el piso, de frente a la cabeza de cerdo. Esparció un poco de sal por cada punto cardinal y encendió cinco velas negras.
Con movimientos rituales, tomó un cuchillo y practicó una incisión en su palma izquierda.
—Compareas coram me sine strepitu
et pone istam summan in circulum
Tetragrammaton Elohim, El,
daemonia coeli Gibor, veni, veni, veni…
—recitó con voz monótona y grave.
Pese al óxido, la hoja del cuchillo cortó la piel de su mano con facilidad. La herida, poco profunda, cruzó la palma desde el índice hasta la muñeca. Con la sangre obtenida, el Gran Brujo trazó una cruz invertida en su frente y con el resto salpicó a los congregados.
Uno de los congregados, con máscara de diablo, utilizó una costilla para golpear el cráneo que portaba. El de máscara de mono sacudió su recipiente haciendo sonar dientes y falanges a manera de chinchín; el primero respondió golpeando rítmicamente el cráneo y un tercero se les unió, golpeando una caja torácica con un fémur. Y así, poco a poco, se fueron uniendo todos hasta convertirse en una sinfónica de huesos.
La joven se puso a danzar al ritmo percusivo con movimientos violentos e irregulares, como si padeciera un ataque de epilepsia. Se retorcía con movimientos ofidios y espasmódicos, agitando los brazos y crispando las manos en forma de garra.
Parecía una odalisca del infierno.
La temperatura aumentó considerablemente y un olor indefinible y desagradable inundó el ambiente del recinto. Surgidos de quién sabe dónde, incontables gusanos, cucarachas y ciempiés empezaron a cubrir el suelo y las paredes.
Todavía recitando invocaciones en latín, el Gran Brujo se plantó junto al detective Rosanegra y alzó el cuchillo. Cuando estaba a punto de apuñalarle, recibió un balazo en la mano y dejó caer el cuchillo al suelo.
Los músicos dejaron de tocar y voltearon a ver al de la máscara de calavera, que no perdió tiempo y siguió disparando indiscriminadamente.
La mayoría de los congregados corrió hacia la puerta, demasiado estrecha para permitir el paso de todos a la vez. Algunos lograron escapar y otros recibieron los disparos en la espalda. Cuando las balas se acabaron le acabaron al de máscara de calavera, el Gran Brujo, la joven desnuda y los perros aprovecharon para huir, pasando por encima de los caídos.
Juan de Dios —sicario infiltrado al servicio del Señor— se quitó la máscara de calavera y, utilizando el cuchillo del Gran Brujo, cortó las ataduras de Rosanegra.
—Usted se me adelantó con el pastor evangélico, el que abusaba de las niñas —le dijo al detective—. Me debe una…

DE NOCHE TODOS LOS GATOS SON PARDOS

Tuvimos que perder la cordialidad y amenazar al pordiosero para que se largara y nos dejara en paz. Teníamos una semana de estar aguantando llamadas de atención, de caminar bajo lluvia y sol con la misma ropa, de averiguar por todos lados como novias plantadas en la iglesia y nada.
En pocas palabras, no estábamos de humor para babosadas.
—Mirá pisadito, si no te vas te voy a mandar al otro corral de un plomazo… —le advirtió el Flavio, haciendo ademán de sacar la pistola.
—Dejalo compadre, hay gente que no aprende ni volviendo a nacer —le dije mientras el menesteroso corría como si le persiguiera una jauría de lobos.
Bien dijo alguien por ahí que inspirar terror es lo mejor de este trabajo. Y aunque suele ser divertido, también llega a resultar incómodo que siempre lo miren a uno con recelo. Pero ni modo, son gajes del oficio.
Tocamos el timbre y una mujer de rostro amargado entreabrió la puerta y nos miró como si le estuviéramos ofreciendo un pastel de excrementos.
—Buenas tardes, señora. Buscamos a Oscar Cifuentes y nos dijeron que preguntáramos aquí.
Nos vio con desconfianza y no la culpo. En este país todos nos vemos con desconfianza y la mayoría de veces tenemos razón.
—¿Son policías o…?
—Detective José Abel Rosanegra y teniente Flavio Monterroso, para servirle.
Sonreímos al unísono pero ella permaneció con su mal gesto.
—¿Y usted por qué no está uniformado? —me preguntó la mujer como si aquello fuera pecado.
—Los detectives no usamos uniforme, señora…
Le mostré mi placa. Entrecerró los ojos como si fuera miope. Se quedó mirándola sin hacer ni decir nada y empecé a perder la paciencia.
—Si desconfía puede llamar al comisario Héctor Mendoza y preguntarle… —dije, a pesar de que Mendoza ya tiene años de haberse jubilado.
Nos miró no muy convencida, mientras yo resistía el impulso de abrirme paso a empujones.
—Bueno, entren pues… —dijo por fin, haciéndose a un lado para dejarnos pasar.
Entramos a una salita medio sombría, llena de fotos viejas en las paredes, un altarcito a San Judas Tadeo y adornitos de cerámica por todas partes.
Más que sala, parecía bazar de cachivaches.
Un niño con uniforme escolar miraba caricaturas de Batman en un televisor a blanco y negro, y volteó a vernos con indiferencia.
—Por aquí —nos indicó la mujer.
La seguimos por una escalera cuyas gradas crujían a cada paso.
Estuve a punto de poner el pie sobre un camioncito de juguete, pero lo esquivé a tiempo y me salvé de alguna caída con huesos y dientes rotos.
—Disculpe el desorden, ya sabe cómo es donde hay niños…
Le respondí que no había problema, pero en el fondo hubiera querido coscorronear al patojo huevón ese, y a ella también.
Por cada madre alcahueta hay un posible delincuente.
La escalera desembocaba en un pasillo en penumbra; paredes manchadas y mohosas, tres puertas decrépitas a cada lado y un baño apestoso al fondo.
—El señor que buscan alquila aquí desde septiembre, pero casi no sale de su cuarto ni habla con nadie. Hace tres días salió a la tienda y desde entonces no lo miro —dijo la mujer mientras la seguíamos por el pasillo.
Cuando pasábamos frente a la segunda puerta de la izquierda, ésta se abrió de repente y se asomó un tipo con cara de loco y barba como de tres días. Nos miró con los ojos muy abiertos y exhaló una columna de humo que hubiera hecho toser a una ballena. Su mente dopada registró el uniforme de Monterroso, palideció y cerró de golpe.
Lo malo para él fue que se le cayó la pipa de cristal y se partió en tres pedazos.
No íbamos por él, pero no pude resistir la tentación de atormentarlo y di unos toquecitos en la puerta.
—Ojalá tengás pipa de repuesto porque si no ya te pisaste.
La señora de la casa no supo qué decir ni hacer, así que seguimos.
Cuando íbamos frente a la última puerta del piso, una anciana encorvada y harapienta salió de su cuarto y empezó a insultarnos.
—¡Cerdos malditos, viciosos, ladronotes! Viven aprovechándose de la gente, marranos, mañosos…
—Discúlpenla —dijo la dueña de la casa— está medio loca, no le hagan caso.
—No se preocupe, de todos modos no dijo nada nuevo…
—Y todavía se quedó corta —añadió Monterroso.
Ignoramos las groserías y nos dirigimos al tercer nivel. Subía las gradas cuando sentí que alguien nos miraba. Levanté la vista y miré a una joven envuelta en una toalla blanca, chorreando agua.
Justo cuando nuestras miradas se cruzaron, otra joven se le acercó por detrás, le arrancó la toalla, regresó corriendo a su habitación y cerró la puerta.
La recién bañada gritó como en las películas y corrió hacia la habitación, sin cubrirse nada.
Y nosotros tapándonos los ojos, por supuesto.
Todavía chorreando agua, la patoja empezó a aporrear la puerta y a exigir a gritos que le abrieran.
—¡Eso te pasa por curiosa! —le respondió la otra desde adentro, muerta de risa.
—¡Jocelyn! ¡Abrí la puerta o vas a ver!
—¡Los que van a ver son ellos, ja ja ja!
Intercambiamos sonrisas con Monterroso y la señora nos miró sin saber qué hacer.
—Discúlpenlas, trabajan en un bar y así bromean ellas…
—No se preocupe, señora, está bien —respondí.
La puerta se abrió de repente y la joven estuvo a punto de irse de bruces; entró casi cayéndose y cerró de golpe.
Volvimos a sonreír, subimos por una escalera de caracol y salimos a la azotea, que lucía como cualquier otra: macetas viejas en las esquinas, lazos con ropa descolorida y excrementos de gato.
En la esquina sur había un cuartucho de madera vieja y techo de zinc, fabricado a tres manos. Tal vez fueran imaginaciones mías, pero al apenas verlo sentí el tufo. Monterroso también lo sintió y arrugó la nariz.
—Mmmm… —dijo arqueando una ceja.
—De plano, pero de todos modos miremos —le dije.
Al acercarnos, un grupo de pájaros negros alzó vuelo y buscó refugio en los tejados vecinos. El hedor empeoró frente a la puerta; nos cubrimos la nariz con el pañuelo y dimos unos golpecitos a la puerta.
—¿Don Oscar?
Nada.
—¿Don Oscar? Necesitamos hablar con usted sobre aquel asunto…
Volvimos a tocar y sólo nos respondió un gato.
—Mejor déjenlo, de seguro está bolo… —dijo la mujer.
—Un bolo no hiede tanto, señora. ¿Tiene copia de la llave?
—Tenía, pero el viejo cambió la chapa.
—Bueno, pues hay que abrir…
Empezamos a jugar fútbol americano con la puerta sin hacer caso a las protestas de la señora. Al tercer empujón la puerta se abrió de golpe y un olor a carne descompuesta en refrigerador nos golpeó la cara.
Estuvimos a punto de vomitar pero nos aguantamos. No íbamos a quedar como unos aguados frente a la vieja amargada esa.
El gato del viejo salió corriendo con los bigotes llenos de sangre. Lo dejamos pasar, esperamos a que saliera un poco la pestilencia y entramos.
Adentro todo estaba en orden, salvo la tele encendida, los sobrecitos vacíos y la nube de moscas verdes que revoloteaba en torno al cadáver de Oscar Cifuentes.

COCODRILOS

Al espinudo se lo comieron los cocodrilos. Pero no se perdió mucho, de todos modos: el tipo era un mierda. Si le llamaban espinudo no era de cariño sino por desprecio, una sutil manera de insultarle.
El día que se lo comieron, según recuerdo, fue un lunes de marzo como a las tres de la tarde. Íbamos navegando sobre una balsa de madera verde, sorteando lomos de cocodrilo y añorando la ciudad, a muchísimos kilómetros de aquella selva espesa y eterna. En ocasiones teníamos que golpearles con los remos para que nos dejaran pasar, y en una de esas el espinudo cayó al agua, seguramente arrastrado por el peso de su mal karma.
No pude hacer nada, por supuesto. Ni lo hubiera intentado tampoco. La corriente le alejó de la balsa y pude ver cómo el primer saurio le aferraba del brazo y lo jalaba para el fondo del río. El espinudo gritó desesperado y desapareció bajo la superficie. A los pocos segundos emergió, lanzando gritos llenos de agua y sangre. Un segundo y tercer cocodrilo le atacaron atraídos por el prospecto de comida fácil. Lo agarraron de una pierna y del brazo libre y empezaron a jalar cada cual por su lado, disputándoselo y desgarrándolo. Se hundieron de nuevo, girando sobre sí para ahogarlo, y fue la última vez que lo vi.
Confieso que, pese a lo atroz del espectáculo, me resultó fascinante ver en acción a aquellos reptiles. Permanecí estático en la balsa, hipnotizado por la violencia y sin poder quitar la vista del agua.
Y todo por llevárnosla de traficantes y contrabandistas. La diferencia entre el espinudo y yo era que yo lo hacía por necesidad, y él porque le gustaba el dinero fácil y tenía tendencias delincuenciales. El dueño del cargamento nos había dicho que teníamos que llegar antes del martes, y a tipos como él no se les dice que no. Como no teníamos tiempo ni ganas de andar entre la selva tupida y virgen abriéndonos paso a golpe de machete improvisamos una balsa, para hacer el viaje por vía fluvial.
Estábamos a dos días del poblado más cercano, donde pensábamos conseguir una lancha, ya fuera comprada o robada. Llevábamos apenas una hora de camino, rodeados por el rumor del río y los graznidos de aves acuáticas cuando el espinudo empezó a presumir de sus malas acciones, detallándolas como si fueran dignas de aplauso.
Durante un rato me limité a cerrar los oídos —en este negocio se encuentra uno toda clase de gente, la mayoría indeseable—, pero llegó el momento en que su voz y el calor se combinaron para enojarme. Los mosquitos que nos venían comiendo desde antes de meternos al río me terminaron de irritar y no pude aguantar más la cantaleta.
Cuando le dije que debería darle vergüenza jactarse de sus mierdas y que más le valía callarse, me miró entre sorprendido y desafiante. Me respondió entonces que si no me callaba, el que se iba a lamentar después sería yo.
Y fue entonces cuando cayó al agua. En un decir amén lo rodearon los cocodrilos, atraídos por el estrépito de su caída. Sus gritos fueron acallados por el agua que se le colaba por nariz y boca, llenándole los pulmones. Acto seguido los animales empezaron a girar sobre sí, quebrándole los huesos y terminando de ahogarlo.
Sí, los cocodrilos se lo comieron pero no fue accidente. Yo lo empujé.

BONUS: si querés leer Seis cuentos para fumar (nueva versión) podés descargarlo aquí. Además, hay un teaser de El perro en llamas, la última novela de Byron Quiñonez aquí.

31 de julio de 2009
1969, Guatemala Ciudad, narrativa

10 intervenciones en “matadero city: una lluvia de sal escandalizando caracoles que deambulan por ahí dejando idílicos lineazos de pólvora brillante”

  1. Lester Oliveros dice:

    Byron, amigo, no me lo tome a mal, pero luego de leer sus textos uno se queda con las ganas de ver la pelicula, usted hace guiones fantasticos, ojala lo descubran pronto.

  2. SilentFantasy dice:

    Byron, hermano! Qué gusto leerte por acá! Todavía guardo con celo mis "Seis Cuentos para Fumar" con dedicatoria del autor.

    Como siempre, un gran gusto leer tu trabajo.

    Luis Fernando Calderón

  3. la-filistea dice:

    Me quito mi sombrero esquipulteco!
    De lo mejor que he leído ultimamente de letras guatemaltecas!

  4. MarianoCantoral dice:

    GENIAL, PROSA PESADA.

  5. Eddy dice:

    Meet the speed metal thunder.

  6. Petoulqui dice:

    Magistral.

  7. Roberto Wagner dice:

    Como dice Lester, son dignos de cine.

  8. Silvia dice:

    ¡Fascinante!

  9. edgar g. dice:

    y aquella música extraña y ecléctica, incomprensible para la masa, que no deja de sonar mientras va uno adentrándose en los textos… felicitciones mi byron!!

  10. KEVIN METAL dice:

    poco a poco me voy encontrando con las ramas que pertenecen a mi arbol, vos sos una de ellas, felicitaciones segui adelante con esa vision , ya compre ni hermosa ni maldita

¿algo qué decir?